Cuando el compacto comenzó a arrinconar al disco de vinilo el hecho no me importó lo más mínimo. Todo lo contrario. Estaba deseando tener un reproductor para poder disfrutar de aquella nueva experiencia acústica, mucho más fiel y rica.
Aunque yo era de los que se habían incorporado algo tarde a los 33 r.p.m., saltando paradójicamente de las modernas casetes a aquellos discos tradicionales, tenía unas ganas locas de dar otro salto más. Todos estaban pasándose ya al CD, más práctico y manejable, además de muy brillante, atractivo, menos delicado que su defenestrado hermano mayor. Eran ventajas impuestas por el mercado, pero ventajas al fin y al cabo.
En mi caso el cambio coincidía con otro sustancial. Comenzaba también mis estudios universitarios, y con ellos los desplazamientos constantes a la Facultad, los kilómetros diarios, el cambio de aires... Idas y venidas, vueltas y más vueltas.
Pasaron el tiempo y algunos centenares de cedés. Éstos giraban no sólo sobre sus ejes a velocidades endemoniadas, produciendo su leve bisbiseo. También daban vueltas conmigo, físicamente, moviéndose de un lado para otro, además de reproducirse aleatoriamente en mi cabeza, como en ese modo random que uno selecciona con la intención de volver a escuchar sus compactos otras tantas primeras veces.
Un día -no recuerdo lo que andaba haciendo- volví a fijarme en aquellos viejos discos comprados con mis esmerados ahorros. Seguían donde los dejé, apilados dentro de sus fundas de cartón, resguardados del poso del polvo y también del uso. Los saqué de su hueco, los puse sobre mis muslos y empecé a verlos, uno a uno, como el que revisa un taco de añejas tarjetas postales.
Primero la portada, después la trasera. Grupos de los primeros noventa, Michael Jackson, Mecano, Prince, U2. También algunas bandas sonoras de John Barry o Danny Elfman. Cada vinilo con su propia historia regresándome a la mente a golpe de vista. Donde lo compré, si fui o no acompañado, o si me lo regaló alguien y quien era ese alguien. Las cosas que ocurrieron en torno a ese disco, si lo había escuchado mucho -alguno se resistía a salir del plato durante semanas-, o si había sido un capricho loco, una compra acelerada que acabó por no convencerme del todo.
Entonces empezó a invadirme la certeza de que en sus abandonados surcos negros no sólo me había dejado parte de la música de mi adolescencia, como en un prolongado barbecho por el que no había vuelto a pasar la aguja que remueve los recuerdos. En aquellos surcos también se había quedado una parte de las ilusiones, de los anhelos, de los desvelos de un chaval que iba al instituto y trataba de saber algo acerca de sí mismo.
Aunque yo era de los que se habían incorporado algo tarde a los 33 r.p.m., saltando paradójicamente de las modernas casetes a aquellos discos tradicionales, tenía unas ganas locas de dar otro salto más. Todos estaban pasándose ya al CD, más práctico y manejable, además de muy brillante, atractivo, menos delicado que su defenestrado hermano mayor. Eran ventajas impuestas por el mercado, pero ventajas al fin y al cabo.
En mi caso el cambio coincidía con otro sustancial. Comenzaba también mis estudios universitarios, y con ellos los desplazamientos constantes a la Facultad, los kilómetros diarios, el cambio de aires... Idas y venidas, vueltas y más vueltas.
Pasaron el tiempo y algunos centenares de cedés. Éstos giraban no sólo sobre sus ejes a velocidades endemoniadas, produciendo su leve bisbiseo. También daban vueltas conmigo, físicamente, moviéndose de un lado para otro, además de reproducirse aleatoriamente en mi cabeza, como en ese modo random que uno selecciona con la intención de volver a escuchar sus compactos otras tantas primeras veces.
Un día -no recuerdo lo que andaba haciendo- volví a fijarme en aquellos viejos discos comprados con mis esmerados ahorros. Seguían donde los dejé, apilados dentro de sus fundas de cartón, resguardados del poso del polvo y también del uso. Los saqué de su hueco, los puse sobre mis muslos y empecé a verlos, uno a uno, como el que revisa un taco de añejas tarjetas postales.
Primero la portada, después la trasera. Grupos de los primeros noventa, Michael Jackson, Mecano, Prince, U2. También algunas bandas sonoras de John Barry o Danny Elfman. Cada vinilo con su propia historia regresándome a la mente a golpe de vista. Donde lo compré, si fui o no acompañado, o si me lo regaló alguien y quien era ese alguien. Las cosas que ocurrieron en torno a ese disco, si lo había escuchado mucho -alguno se resistía a salir del plato durante semanas-, o si había sido un capricho loco, una compra acelerada que acabó por no convencerme del todo.
Entonces empezó a invadirme la certeza de que en sus abandonados surcos negros no sólo me había dejado parte de la música de mi adolescencia, como en un prolongado barbecho por el que no había vuelto a pasar la aguja que remueve los recuerdos. En aquellos surcos también se había quedado una parte de las ilusiones, de los anhelos, de los desvelos de un chaval que iba al instituto y trataba de saber algo acerca de sí mismo.
2 comentarios:
Meláncolicamente tierno.
A mi suele pasarme con los juegos de los 90' pixelados... siempre los hecho de menos =(
No está mal revisar todas esas cosas de vez en cuando. Es como reconocerse otra vez, ¿no?
Gracias, Naftor. Un saludo.
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