Todos los días me muevo sobre la última chapuza perpetrada en mi ciudad: el carril bici. No, no es que vaya de un lugar a otro sobre ruedas y sin motor, aunque ya me gustaría. No, lo que ocurre es que muchas de las aceras de este lugar han pasado a ser un híbrido hecho tanto para peatones como para ciclistas.
Tantos años reclamando una buena red de estos carriles para esto. Tramos estrechos, de mal acceso, donde no queda espacio ni para el peatón ni para las bicis. Recovecos imposibles de salvar. Zonas con falta de seguridad y cruces en plena calzada en los que uno no sabe a qué o a quién encomendarse. Señalización pintada que ya ha desaparecido por obra y gracia de las lluvias. Y lo peor de todo: tramos inconexos que, entiendo, hay que ir uniendo bajándose y subiéndose infinidad de veces de la bici.
En otras ciudades se ha construido una buena red de estas "vías ciclables" y sus vecinos pueden moverse sin problemas por ellas. Aquí nadie se anima a recorrerlas, ni siquiera en su tiempo de ocio. Como para hacerlo con intención de llegar al trabajo. Me temo que así nunca va a reducirse la circulación en vehículos a motor y que, por desgracia, no dejaremos de respirar peor que nadie en esta región.
Todas estas obras que el Ayuntamiento acomete con el dinero de todos deberían tomarse en serio. Y si en una ciudad no es viable un proyecto así, mejor sería dejar las cosas como están. Desde luego, a esto en vez de mejora podría llamársele degradación.
jueves, 29 de abril de 2010
jueves, 22 de abril de 2010
Otras afueras
Hay cosas que ya se llamaban como hemos nombrado, creyendo ser los únicos, a algunas de nuestras cosas. Acabo de leer un poema titulado como este blog. Pertenece al libro Voz fuera de campo, de Víctor M. Díez, editado por Icaria en 2004. Es agradable la sensación de compartir algo, incluso un simple nombre. El poema me ha gustado. Espero que a su autor no le importe que lo reproduzca aquí.
MIS AFUERAS
La locura es un idioma sagrado.
Lengua viva en la cabeza. Silencio en el corazón.
Hay en mi casa treinta ramos secos de mujer.
Me despierto en el cuadro de los sueños;
Pintado sobre tela:
Víctor M. Díez
MIS AFUERAS
La locura es un idioma sagrado.
Lengua viva en la cabeza. Silencio en el corazón.
Hay en mi casa treinta ramos secos de mujer.
Me despierto en el cuadro de los sueños;
Pintado sobre tela:
El día es un atentado.
Sonajeros hay en mi cabeza.
Talismanes encordados. Casa, cuerpo, soledad.
martes, 20 de abril de 2010
Los viejos discos
Cuando el compacto comenzó a arrinconar al disco de vinilo el hecho no me importó lo más mínimo. Todo lo contrario. Estaba deseando tener un reproductor para poder disfrutar de aquella nueva experiencia acústica, mucho más fiel y rica.
Aunque yo era de los que se habían incorporado algo tarde a los 33 r.p.m., saltando paradójicamente de las modernas casetes a aquellos discos tradicionales, tenía unas ganas locas de dar otro salto más. Todos estaban pasándose ya al CD, más práctico y manejable, además de muy brillante, atractivo, menos delicado que su defenestrado hermano mayor. Eran ventajas impuestas por el mercado, pero ventajas al fin y al cabo.
En mi caso el cambio coincidía con otro sustancial. Comenzaba también mis estudios universitarios, y con ellos los desplazamientos constantes a la Facultad, los kilómetros diarios, el cambio de aires... Idas y venidas, vueltas y más vueltas.
Pasaron el tiempo y algunos centenares de cedés. Éstos giraban no sólo sobre sus ejes a velocidades endemoniadas, produciendo su leve bisbiseo. También daban vueltas conmigo, físicamente, moviéndose de un lado para otro, además de reproducirse aleatoriamente en mi cabeza, como en ese modo random que uno selecciona con la intención de volver a escuchar sus compactos otras tantas primeras veces.
Un día -no recuerdo lo que andaba haciendo- volví a fijarme en aquellos viejos discos comprados con mis esmerados ahorros. Seguían donde los dejé, apilados dentro de sus fundas de cartón, resguardados del poso del polvo y también del uso. Los saqué de su hueco, los puse sobre mis muslos y empecé a verlos, uno a uno, como el que revisa un taco de añejas tarjetas postales.
Primero la portada, después la trasera. Grupos de los primeros noventa, Michael Jackson, Mecano, Prince, U2. También algunas bandas sonoras de John Barry o Danny Elfman. Cada vinilo con su propia historia regresándome a la mente a golpe de vista. Donde lo compré, si fui o no acompañado, o si me lo regaló alguien y quien era ese alguien. Las cosas que ocurrieron en torno a ese disco, si lo había escuchado mucho -alguno se resistía a salir del plato durante semanas-, o si había sido un capricho loco, una compra acelerada que acabó por no convencerme del todo.
Entonces empezó a invadirme la certeza de que en sus abandonados surcos negros no sólo me había dejado parte de la música de mi adolescencia, como en un prolongado barbecho por el que no había vuelto a pasar la aguja que remueve los recuerdos. En aquellos surcos también se había quedado una parte de las ilusiones, de los anhelos, de los desvelos de un chaval que iba al instituto y trataba de saber algo acerca de sí mismo.
Aunque yo era de los que se habían incorporado algo tarde a los 33 r.p.m., saltando paradójicamente de las modernas casetes a aquellos discos tradicionales, tenía unas ganas locas de dar otro salto más. Todos estaban pasándose ya al CD, más práctico y manejable, además de muy brillante, atractivo, menos delicado que su defenestrado hermano mayor. Eran ventajas impuestas por el mercado, pero ventajas al fin y al cabo.
En mi caso el cambio coincidía con otro sustancial. Comenzaba también mis estudios universitarios, y con ellos los desplazamientos constantes a la Facultad, los kilómetros diarios, el cambio de aires... Idas y venidas, vueltas y más vueltas.
Pasaron el tiempo y algunos centenares de cedés. Éstos giraban no sólo sobre sus ejes a velocidades endemoniadas, produciendo su leve bisbiseo. También daban vueltas conmigo, físicamente, moviéndose de un lado para otro, además de reproducirse aleatoriamente en mi cabeza, como en ese modo random que uno selecciona con la intención de volver a escuchar sus compactos otras tantas primeras veces.
Un día -no recuerdo lo que andaba haciendo- volví a fijarme en aquellos viejos discos comprados con mis esmerados ahorros. Seguían donde los dejé, apilados dentro de sus fundas de cartón, resguardados del poso del polvo y también del uso. Los saqué de su hueco, los puse sobre mis muslos y empecé a verlos, uno a uno, como el que revisa un taco de añejas tarjetas postales.
Primero la portada, después la trasera. Grupos de los primeros noventa, Michael Jackson, Mecano, Prince, U2. También algunas bandas sonoras de John Barry o Danny Elfman. Cada vinilo con su propia historia regresándome a la mente a golpe de vista. Donde lo compré, si fui o no acompañado, o si me lo regaló alguien y quien era ese alguien. Las cosas que ocurrieron en torno a ese disco, si lo había escuchado mucho -alguno se resistía a salir del plato durante semanas-, o si había sido un capricho loco, una compra acelerada que acabó por no convencerme del todo.
Entonces empezó a invadirme la certeza de que en sus abandonados surcos negros no sólo me había dejado parte de la música de mi adolescencia, como en un prolongado barbecho por el que no había vuelto a pasar la aguja que remueve los recuerdos. En aquellos surcos también se había quedado una parte de las ilusiones, de los anhelos, de los desvelos de un chaval que iba al instituto y trataba de saber algo acerca de sí mismo.
domingo, 11 de abril de 2010
El fútbol y el ruido
Segundo gol de Pedro en un Bernabéu que enmudece. En este tren del que estoy a punto de bajarme el silencio no encuentra su sitio. Música moruna por mi izquierda. Por delante de mí muchos más electrones entrechocan a ritmos poco bailables. A escasos cinco metros, "¡que no quiero cometer un delito, que vivo muy bien...!", un señor aventa sus conclusiones más peregrinas. Y más lejos aún, la conversación telefónica de una chica informa a todos los presentes de sus planes nocturnos.
He abandonado la emisión del Madrid-Barça pasados diez minutos de su comienzo. Me he prometido no interesarme por ella hasta que no arroje el resultado final. Cuestión de principios, o casi.
Me temo que no soy nada generoso: cuando voy en el tren no siento el impulso de compartir con todos los ocupantes del vagón nada de lo que voy escuchando o diciendo. La esplendidez no está reñida con la discreción, aunque en este caso no pueden estar más regañadas. Otros, en cambio, las combinan con toda naturalidad. Son desprendidos de sus interioridades, dadivosos con sus bienes más privados. Íntimamente desentendidos.
La bulla de tantas voces descontroladas y de músicas con la distorsión propia de sus reproductores me obliga a buscar refugio. Y lo encuentro en mi radio. Cuando la enciendo y me entero del 0-2 del Barcelona doy de golpe con la forma de enmascarar el ruido. El partido todavía no ha terminado y, aunque quisiera no traicionarme en ninguna de mis promesas personales, dejo la rueda en el punto del dial en el que la he encontrado. De repente el fútbol me ofrece el asilo deseado.
Al poco, antes de apearse, uno de los chicos que animaban el cotarro con todo el volumen de sus móviles se me acerca. "Perdona, ¿estás escuchando el partido?" Con la mejor de mis sonrisas le digo que no.
He abandonado la emisión del Madrid-Barça pasados diez minutos de su comienzo. Me he prometido no interesarme por ella hasta que no arroje el resultado final. Cuestión de principios, o casi.
Me temo que no soy nada generoso: cuando voy en el tren no siento el impulso de compartir con todos los ocupantes del vagón nada de lo que voy escuchando o diciendo. La esplendidez no está reñida con la discreción, aunque en este caso no pueden estar más regañadas. Otros, en cambio, las combinan con toda naturalidad. Son desprendidos de sus interioridades, dadivosos con sus bienes más privados. Íntimamente desentendidos.
La bulla de tantas voces descontroladas y de músicas con la distorsión propia de sus reproductores me obliga a buscar refugio. Y lo encuentro en mi radio. Cuando la enciendo y me entero del 0-2 del Barcelona doy de golpe con la forma de enmascarar el ruido. El partido todavía no ha terminado y, aunque quisiera no traicionarme en ninguna de mis promesas personales, dejo la rueda en el punto del dial en el que la he encontrado. De repente el fútbol me ofrece el asilo deseado.
Al poco, antes de apearse, uno de los chicos que animaban el cotarro con todo el volumen de sus móviles se me acerca. "Perdona, ¿estás escuchando el partido?" Con la mejor de mis sonrisas le digo que no.
lunes, 5 de abril de 2010
Forum Barceló
“Sólo tenemos exposiciones temporales”, una chica de la recepción informa a un visitante que, ahora más ubicado, se dirige hacia las escaleras rumbo a la primera planta.
Cuadros, sobre todo cuadros. Pero también fotografías, vídeos, esculturas y piezas de arte de todo tipo. Por temporadas, como dice la recepcionista, merece la pena pasarse por el Caixa Forum de Madrid. En ocasiones te encuentras con el mundo fascinante de Alphonse Mucha, en otras recorres entre objetos del Aga Khan los distintos Mundos del Islam, o te mides con los bronces de Rodin, o te mueves por las arquitecturas de Richard Rogers…
Ahora, hasta mediados de junio, se puede ver parte del trabajo que Miquel Barceló ha realizado a lo largo de tres décadas. Hace tiempo trajeron a este centro una muestra sobre el proceso de creación de su bóveda para la Sala de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas de Ginebra. Era un proyecto envuelto por las críticas y la polémica, así que no fue difícil leer en los gestos y reconocer en las voces del público cierto grado de desaprobación. Esta muestra es, sin embargo, una reconciliación con Barceló.
Sólo ver los deslumbrantes murales de barro de la capilla de San Pedro de la Catedral de Palma sirve, más que de sobra, para ser conscientes de todo el trabajo y el tremendo estudio que Barceló puede llegar a dedicarle a su arte. Aun así creo que -como ocurre con muchos otros artistas- estas cosas son una cuestión de fe y que a los convencidos nos cuesta mucho menos pasar por el aro. Esta exposición recorre buena parte de su vida, desde sus trabajos más modestos hasta algunas de sus obras de mayor calado. Es un viaje a la energía pura y también a la introspección, una declaración de principios y una demostración de cómo se puede ver el mundo. Su mundo. Nuestro mundo.
Cuadros, sobre todo cuadros. Pero también fotografías, vídeos, esculturas y piezas de arte de todo tipo. Por temporadas, como dice la recepcionista, merece la pena pasarse por el Caixa Forum de Madrid. En ocasiones te encuentras con el mundo fascinante de Alphonse Mucha, en otras recorres entre objetos del Aga Khan los distintos Mundos del Islam, o te mides con los bronces de Rodin, o te mueves por las arquitecturas de Richard Rogers…
Ahora, hasta mediados de junio, se puede ver parte del trabajo que Miquel Barceló ha realizado a lo largo de tres décadas. Hace tiempo trajeron a este centro una muestra sobre el proceso de creación de su bóveda para la Sala de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas de Ginebra. Era un proyecto envuelto por las críticas y la polémica, así que no fue difícil leer en los gestos y reconocer en las voces del público cierto grado de desaprobación. Esta muestra es, sin embargo, una reconciliación con Barceló.
Sólo ver los deslumbrantes murales de barro de la capilla de San Pedro de la Catedral de Palma sirve, más que de sobra, para ser conscientes de todo el trabajo y el tremendo estudio que Barceló puede llegar a dedicarle a su arte. Aun así creo que -como ocurre con muchos otros artistas- estas cosas son una cuestión de fe y que a los convencidos nos cuesta mucho menos pasar por el aro. Esta exposición recorre buena parte de su vida, desde sus trabajos más modestos hasta algunas de sus obras de mayor calado. Es un viaje a la energía pura y también a la introspección, una declaración de principios y una demostración de cómo se puede ver el mundo. Su mundo. Nuestro mundo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)