Esta noche he soñado con las cosas del pasado, como muchas otras. Lo habitual es que cuando me despierto no recuerde nada, o casi, pero esta vez la ficción se acerca extraordinariamente a la realidad. Quizás por eso soy capaz de rescatarlo y contarlo.
Sueño que juego en la cocina de la abuela, en la casa de Zorita de los Molinos. Estoy junto a algunos de mis primos y también a alguien conocido, aunque extraño en ese contexto. Ya se sabe, en los sueños uno integra a propios y ajenos. Hacemos algo que nos encantaba hacer junto a la chimenea de los abuelos. En un rincón de la cocina, junto a un ventanuco que da al portal, la abuela solía dejar una escoba. Era un sencillo haz hecho de paja de centeno atada con un cordón de pita que le servía para barrer hacia el hogar las pavesas y otros restos despedidos por el fuego. Lo que a los presentes nos gustaba era extraer de la gavilla las pajas una a una y acercarlas a las ascuas de la lumbre: una mala costumbre de las que crean adicción.
Ahí estamos, de noche, cuando en la cocina sólo existe la luz de una bombilla desnuda y la que el propio fuego emite. Encendemos las puntas de todos los tallos y comenzamos a moverlos como batutas bailando en el aire. Nos recreamos en la estela incandescente que describen, el paso fugaz de una serpentina de luz naranja. Duran poco encendidas, así que las pegamos una y otra vez a los tizones para prenderlas de nuevo. Cada uno intenta dibujar lo que le apetece, una espiral, una culebrilla, un cuadrado, un nombre propio, su propio nombre. La abuela nos descubre y, con razón, se molesta porque le estamos dejando la escoba inservible. ¡No me andéis con el fuego, que os vais a mear en la cama!
Y la mañana siguiente, cuando todos dormimos aún, vuelve a atar el haz de paja, tensando de nuevo la cuerda que ahora rodea fofa el cada vez más mermado manojo de barrer.
Sueño que juego en la cocina de la abuela, en la casa de Zorita de los Molinos. Estoy junto a algunos de mis primos y también a alguien conocido, aunque extraño en ese contexto. Ya se sabe, en los sueños uno integra a propios y ajenos. Hacemos algo que nos encantaba hacer junto a la chimenea de los abuelos. En un rincón de la cocina, junto a un ventanuco que da al portal, la abuela solía dejar una escoba. Era un sencillo haz hecho de paja de centeno atada con un cordón de pita que le servía para barrer hacia el hogar las pavesas y otros restos despedidos por el fuego. Lo que a los presentes nos gustaba era extraer de la gavilla las pajas una a una y acercarlas a las ascuas de la lumbre: una mala costumbre de las que crean adicción.
Ahí estamos, de noche, cuando en la cocina sólo existe la luz de una bombilla desnuda y la que el propio fuego emite. Encendemos las puntas de todos los tallos y comenzamos a moverlos como batutas bailando en el aire. Nos recreamos en la estela incandescente que describen, el paso fugaz de una serpentina de luz naranja. Duran poco encendidas, así que las pegamos una y otra vez a los tizones para prenderlas de nuevo. Cada uno intenta dibujar lo que le apetece, una espiral, una culebrilla, un cuadrado, un nombre propio, su propio nombre. La abuela nos descubre y, con razón, se molesta porque le estamos dejando la escoba inservible. ¡No me andéis con el fuego, que os vais a mear en la cama!
Y la mañana siguiente, cuando todos dormimos aún, vuelve a atar el haz de paja, tensando de nuevo la cuerda que ahora rodea fofa el cada vez más mermado manojo de barrer.
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