¿Veré una vez más su rostro, su tez pálida y su glorioso cabello? No lo sé. El Destino no me envía ninguna señal; mi corazón no alberga el más mínimo presentimiento. En este mundo quizá... no, probablemente... nunca. ¿Existirá un lugar donde podamos reunirnos ella y yo, de forma que nuestras mentes -encarceladas en nuestros cuerpos- sean libres, no exista nada que perturbe nuestra dicha, nada que estorbe nuestro amor? Ni yo lo sé, ni lo saben mentes más poderosas que la mía. Pero si tal no sucede nunca, si jamás puedo volver a conversar dulcemente con ella, ni a contemplar su rostro, ni a oírle decir que me ama, entonces, de este lado de la tumba seguiré viviendo como corresponde al hombre que ella dio su amor; y del otro, suplicaré que me sea otorgado un sueño sin sueños.
Respiro profundamente; el humo ya no me arranca la tos. Cierro el libro y me permito mirar por unos instantes al frente, cedido a la abstracción. La rubia sigue a mi derecha, callada, pensativa quizás.
Compartir el final de mi libro no era algo que hubiera pensado hacer. Ni con ella ni con nadie. Acabar de leer un libro es un acto privado, íntimo. Incluso más que la religión, o que cualquiera de las perversiones que uno nunca se atrevería a revelar. He disfrutado haciendo que las últimas palabras del autor dialoguen con las sensaciones que he reunido a medida que he ido avanzando en la historia. Probablemente, cuando lo deposite en el hueco de la estantería del que lo saqué hace unos días, no vuelva a abrirlo nunca más. Por eso es una despedida, un adiós, pero también es el nacimiento de una conclusión. Ahora surgirán las ideas y el poso.
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