Algunos días son dados a la reconciliación con las pantallas. La pequeña, la de la tele, todavía me tiene disgustado -soy algo rencoroso-. Es otra, la grande, la que vuelve a darme una alegría, concretamente con la proyección de The visitor.
Un profesor de Connecticut vuelve a su piso de Nueva York y lo encuentra habitado por una pareja de inmigrantes -él de Siria y ella de Senegal-. Tienen un primer contacto violento, tras el que va a surgir entre ellos una relación que cambiará sus vidas. En varios sentidos.
Todos los años hay alguna película que, alejada de las majors, da la campanada. Esta es una de ellas, un gusto descubrir una historia así.
El actor protagonista, Richard Jenkins, me recuerda al Bill Murray de Lost in translation, pero sin el toque algo histriónico -aunque no sé si se puede ser sólo "un poco histrión"-, y también al Bill Murray de Flores rotas, pero sin un objetivo tan claro a lo largo de la película. A lo que voy es a que Murray ya tiene en Jenkins una competencia muy clara en la selección para según qué papeles. El profesor que encarna Jenkins ha perdido la motivación y la ilusión por muchas cosas. Será ese encuentro fortuito con sus okupas el que le llevará a cruzar una línea necesaria en su vida.
Nos encontramos en The visitor con la terrible realidad de las fronteras. Lo relacionado con ellas es asquerosamente arbitrario. Quien nace en un territorio, sólo por el hecho de ese nacimiento a este o aquel lado de una línea, pasa a tener unos derechos. Derechos innatos, sí. Los demás, los que llegan de fuera, deben renunciar a cualquier opción. Y si algún día consiguieron cruzar esa línea y lograron crearse una vida hermosa, tal vez la vean destruida por culpa de cualquier detalle nimio. El país que se vanagloria de dar las mejores oportunidades es el que las niega con mayor crueldad. Es el lugar donde la palabra inmigrante lleva siempre aparejada la palabra ilegal.
Vemos, además, dos tipos de desamparo. Uno que puede atraer al cariño, el desamparo más bondadoso. Y el otro, el sobrevenido, el despiadado, al que nadie debería llegar jamás.
También hay dos cárceles: la que el profesor se ha creado para sí mismo, olvidando que en su bolsillo tiene la llave que le sacará de ella; y la otra, la legal, la que construyen la arbitrariedad y el abuso de los Estados. Esa cárcel es la que lleva a una persona maravillosa al desamparo más terrible. La otra, la primera, es la que el profesor abandonará. Su desamparo, el más amable, le dejará a las puertas del amor.
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