Hace un rato he apagado la tele con cabreo. "Apagón airado": uno agarra el mando, siente que con él en la mano es un hombre poderoso, planta el pulgar sobre el botón rojo y lo aplasta con determinación, moviendo el brazo con firme sacudida. Después de dirigir el rayo exterminador hacia el punto donde más duele, uno va y pulsa el interruptor del aparato, no vaya a encenderse por casualidad. Todos hemos visto Poltergeist y a ninguno nos gustaría sufrir tanto como aquella niña.
En la pantalla un político hablaba sobre... planteaba un problema que... exponía la posibilidad de... ¡Nada! Todo palabras vacías, humo sin fuego... y sin indios.
Cada vez me repatea más tener que escuchar palabrerías de manual, marcos incomparables, argumentos de ascensor, obviedades de cajón. Me jode que me tomen por idiota y me hagan tragar tanto rollo indigesto, esas papillas hartas de grumos hechas de paja y tronchos. Se creen que a uno le entran bien, pero resulta que los tropezones se atascan y no pasan. Vamos teniendo pocas tragaderas, señores.
Verborrea y diarrea vienen a ser lo mismo. El otro día asistí a un acto en el que tuve que soportar el speech de una consejera -no me apetece escribirlo con mayúscula- de la Comunidad de Madrid, de un ramo relacionado con la cultura. La elementa se marcó una fiesta de la espuma que ni el mejor parque de bomberos. Qué volumen iba alcanzando aquel burbujeo. Y qué limpieza. Blancura de anuncio, vaya. Aunque me temo que diarrea pulcra no deja de ser diarrea. Corrección gramatical y articulación notable, sí. Pero aquella pompa era justo lo que se conoce como tal, una ampolla de aire, un vacío insondable. Se me escapaban aquellos minutos de vida.
La señora terminó henchida de gozo, aliviada tal vez. Y unos cuantos a su alrededor parecían satisfechos también. Les había dado unas friegas placenteras. Pero a mí ya me había explotado en la cara su globo diarreico. Por suerte no salí de allí detrás de todos ellos, así que debieron ser otros quienes se resbalasen con el aceite de las friegas y se pringasen con tanta pomada.
No dudo que fuesen corriendo a verse en algún televisor.
En la pantalla un político hablaba sobre... planteaba un problema que... exponía la posibilidad de... ¡Nada! Todo palabras vacías, humo sin fuego... y sin indios.
Cada vez me repatea más tener que escuchar palabrerías de manual, marcos incomparables, argumentos de ascensor, obviedades de cajón. Me jode que me tomen por idiota y me hagan tragar tanto rollo indigesto, esas papillas hartas de grumos hechas de paja y tronchos. Se creen que a uno le entran bien, pero resulta que los tropezones se atascan y no pasan. Vamos teniendo pocas tragaderas, señores.
Verborrea y diarrea vienen a ser lo mismo. El otro día asistí a un acto en el que tuve que soportar el speech de una consejera -no me apetece escribirlo con mayúscula- de la Comunidad de Madrid, de un ramo relacionado con la cultura. La elementa se marcó una fiesta de la espuma que ni el mejor parque de bomberos. Qué volumen iba alcanzando aquel burbujeo. Y qué limpieza. Blancura de anuncio, vaya. Aunque me temo que diarrea pulcra no deja de ser diarrea. Corrección gramatical y articulación notable, sí. Pero aquella pompa era justo lo que se conoce como tal, una ampolla de aire, un vacío insondable. Se me escapaban aquellos minutos de vida.
La señora terminó henchida de gozo, aliviada tal vez. Y unos cuantos a su alrededor parecían satisfechos también. Les había dado unas friegas placenteras. Pero a mí ya me había explotado en la cara su globo diarreico. Por suerte no salí de allí detrás de todos ellos, así que debieron ser otros quienes se resbalasen con el aceite de las friegas y se pringasen con tanta pomada.
No dudo que fuesen corriendo a verse en algún televisor.
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