Lo que refleja con claridad el patente quiero-y-no-puedo de esa
descuidada Noche en Blanco es el acto con el que se invita a la comunidad búlgara
de Alcalá a compartir su cultura y tradiciones. En un recinto diminuto
aunque agradable, varios bailarines y cantantes hacen gala de sus
habilidades y trajes típicos.
Hasta aquí todo correcto, dado que el coro de voces búlgaras suena delicioso y que las danzas pueden seguirse con claridad, a pesar de toda la gravilla removida a cada pisada.
En un momento dado, vemos llegar al embajador de Bulgaria, acompañado de algunos de los archiconocidos rostros de la política local. Entiendo que su presencia quiere aportar un toque oficial a la inauguración de una exposición sobre el alfabeto búlgaro.
Con abundancia de palabras grandilocuentes, el alcalde y el embajador, entre continuos elogios mutuos, hacen una presentación de la exposición que se abrirá acto seguido en una sala contigua. Se trata de la recreación artística de todas las letras del albabeto búlgaro por medio de carteles creados por artistas de todo el mundo. Atractivo, ¿no?
Pero mis sospechas de que tanta pompa y boato son preámbulo de una exposición importante acaban desinfladas cuando en la sala que alberga los carteles no encuentro más que láminas de cartón pluma colgadas de cadenitas, sin una explicación clara de qué representa ninguna de ellas. Tampoco veo que la muestra se complete con información sobre el alfabeto cirílico, uno de los tres que utilizamos en Europa, aparte del latino y el griego.
Los inauguradores parecen muy satisfechos con el producto hasta que uno de los carteles se desprende de su cadena, va a dar contra el suelo y queda dañado en una de sus esquinas. El embajador mira alrededor, y su alrededor mira a su vez hacia más allá, en busca, tal vez, de alguien competente, capaz de arreglar el desastre.
En fin, ése es el instante en que, inundado de vergüenza ajena, uno debe abandonar el lugar, en busca de otros actos que ya han quedado marcados desde su inicio por la impronta de lo torpe y desmañado.
Hasta aquí todo correcto, dado que el coro de voces búlgaras suena delicioso y que las danzas pueden seguirse con claridad, a pesar de toda la gravilla removida a cada pisada.
En un momento dado, vemos llegar al embajador de Bulgaria, acompañado de algunos de los archiconocidos rostros de la política local. Entiendo que su presencia quiere aportar un toque oficial a la inauguración de una exposición sobre el alfabeto búlgaro.
Con abundancia de palabras grandilocuentes, el alcalde y el embajador, entre continuos elogios mutuos, hacen una presentación de la exposición que se abrirá acto seguido en una sala contigua. Se trata de la recreación artística de todas las letras del albabeto búlgaro por medio de carteles creados por artistas de todo el mundo. Atractivo, ¿no?
Pero mis sospechas de que tanta pompa y boato son preámbulo de una exposición importante acaban desinfladas cuando en la sala que alberga los carteles no encuentro más que láminas de cartón pluma colgadas de cadenitas, sin una explicación clara de qué representa ninguna de ellas. Tampoco veo que la muestra se complete con información sobre el alfabeto cirílico, uno de los tres que utilizamos en Europa, aparte del latino y el griego.
Los inauguradores parecen muy satisfechos con el producto hasta que uno de los carteles se desprende de su cadena, va a dar contra el suelo y queda dañado en una de sus esquinas. El embajador mira alrededor, y su alrededor mira a su vez hacia más allá, en busca, tal vez, de alguien competente, capaz de arreglar el desastre.
En fin, ése es el instante en que, inundado de vergüenza ajena, uno debe abandonar el lugar, en busca de otros actos que ya han quedado marcados desde su inicio por la impronta de lo torpe y desmañado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario