Lo miro. Ocupa su rincón. Un cono truncado de plástico rojo abierto, con un asa descansando junto a la soga que lo abraza, dibujada en su superficie. Está vacío y seco. No es lo normal.
El diálogo más escueto y repetido en casa a lo largo de los últimos dos años:
-¿Sale caliente? -uno, desde la puerta del cuarto de baño.
-No -el otro, junto a la bañera, sosteniendo el cubo rojo bajo el grifo abierto.
Mañanas, tardes, noches. Siempre lo mismo. El cubo cumplía su función ecológica y económica, resumida en la máxima de no malgastar el agua. Litros y más litros, metros cúbicos a la espera de cada primera gota templada. Dicho recipiente habría necesitado varios socios para contener tanto líquido con el fin de destinarlo a otros menesteres, salvaguardando así el planeta y nuestro bolsillo.
Era un problema no resuelto a pesar de tantas y tantas quejas. Queríamos disponer de agua caliente en las mismas condiciones que el resto de los vecinos. Pero llegaba tarde y tibia. Muchos meses fregando y duchándonos con agua tibia, solo tibia. A veces, tras haber llenado el cubo rojo y tirado decenas de litros, el agua empezaba a caldearse. Era el momento justo para meterse en la bañera y proceder. Champú, gel, alegres cánticos, hasta que, ¡aaah!, el agua caliente se despedía a la francesa y aparecía en su lugar el filo cortante de la fría.
Daban ganas de hacerse el lavado del gato. Miraba las facturas y, a juzgar por las cifras, me preguntaba quién se escaldaba con mi agua caliente, porque a mí, lo que era a mí, no me llegaba una pu... ñetera gota. A veces, haciendo honor a los usos de nuestros abuelos, pensaba en calentar el agua en la placa, como quien se prepara una sopita. Pero acababa abriendo el grifo de mi paciencia, aguardando largos ratos al milagro de los panes -recién horneados, crujientes- y los peces -al vapor, si puede ser, gracias-.
Y el prodigio, ¡oh quimera!, llegó al fin. ¡Tenemos agua caliente! Hace días que nos pellizcamos preguntándonos si es ficción o realidad. Nos parecemos a los himba recién llegados a la ciudad, asombrados por la magia de la civilización. Acostumbrados al agua templada, solo templada, ahora gritamos al abrasarnos con ese caudal que hierve en un santiamén. Son alaridos de felicidad: nunca habríamos imaginado que una quemadura de primer grado produjera tanta dicha.
Sin embargo, ahora miro el cubo rojo y no puedo evitar sentir algo. Extrañeza, quizás, por verlo arrinconado del todo. Vacío y seco. Ha sido un buen compañero de fatigas, hoy libre de su empleo.
El diálogo más escueto y repetido en casa a lo largo de los últimos dos años:
-¿Sale caliente? -uno, desde la puerta del cuarto de baño.
-No -el otro, junto a la bañera, sosteniendo el cubo rojo bajo el grifo abierto.
Mañanas, tardes, noches. Siempre lo mismo. El cubo cumplía su función ecológica y económica, resumida en la máxima de no malgastar el agua. Litros y más litros, metros cúbicos a la espera de cada primera gota templada. Dicho recipiente habría necesitado varios socios para contener tanto líquido con el fin de destinarlo a otros menesteres, salvaguardando así el planeta y nuestro bolsillo.
Era un problema no resuelto a pesar de tantas y tantas quejas. Queríamos disponer de agua caliente en las mismas condiciones que el resto de los vecinos. Pero llegaba tarde y tibia. Muchos meses fregando y duchándonos con agua tibia, solo tibia. A veces, tras haber llenado el cubo rojo y tirado decenas de litros, el agua empezaba a caldearse. Era el momento justo para meterse en la bañera y proceder. Champú, gel, alegres cánticos, hasta que, ¡aaah!, el agua caliente se despedía a la francesa y aparecía en su lugar el filo cortante de la fría.
Daban ganas de hacerse el lavado del gato. Miraba las facturas y, a juzgar por las cifras, me preguntaba quién se escaldaba con mi agua caliente, porque a mí, lo que era a mí, no me llegaba una pu... ñetera gota. A veces, haciendo honor a los usos de nuestros abuelos, pensaba en calentar el agua en la placa, como quien se prepara una sopita. Pero acababa abriendo el grifo de mi paciencia, aguardando largos ratos al milagro de los panes -recién horneados, crujientes- y los peces -al vapor, si puede ser, gracias-.
Y el prodigio, ¡oh quimera!, llegó al fin. ¡Tenemos agua caliente! Hace días que nos pellizcamos preguntándonos si es ficción o realidad. Nos parecemos a los himba recién llegados a la ciudad, asombrados por la magia de la civilización. Acostumbrados al agua templada, solo templada, ahora gritamos al abrasarnos con ese caudal que hierve en un santiamén. Son alaridos de felicidad: nunca habríamos imaginado que una quemadura de primer grado produjera tanta dicha.
Sin embargo, ahora miro el cubo rojo y no puedo evitar sentir algo. Extrañeza, quizás, por verlo arrinconado del todo. Vacío y seco. Ha sido un buen compañero de fatigas, hoy libre de su empleo.
3 comentarios:
DANIEL, SI QUE ERES INGENIOSO. LE HAS OTORGADO VIDA A ESE CUBO ROJO. ME GUSTO EL ESTILO Y EL FONDO DEL CONTENIDO. UN FUERTE ABRAZO.
Un cubo rojo decora mucho en una casa..no os desagaís de él..
Cristina B.
Gracias, Gustavo y Cris. Un abrazo.
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