jueves, 28 de julio de 2011

Uno bueno

Nadie como él.
Bueno, sensible, generoso.
Un santo, vamos,
o mejor, un ángel.
(La diferencia
entre uno y el otro,
las alas.
Poco más).

Oxígeno, libertad,
valor para cada acción,
ayuda siempre.
Y calor.

Los demás,
egoístas, desconsiderados.
Era un tipo raro entre ellos.
No le importaba,
aunque pensaba:
Habrá lugares
donde encontrar
amigos de verdad.

Una mañana,
después de una ducha,
desnudo, se miró al espejo.
Detrás, junto al costado,
vió algo extraño.

Dos bultos bajo la piel
apuntando algún cambio.
Crecieron de pronto,
abrieron su carne,
se desplegaron.
Movieron el aire
dos grandes alas blancas.

Pensó:
Sol, cielo despejado
y mi sonrisa.
Se dijo:
Desde arriba
podré ver otro mundo.
Otra gente.

Entonces echó a volar.

sábado, 23 de julio de 2011

Todo termina

Hace pocas semanas, en un autobús, me vi rodeado de adolescentes emocionados/as. Abrazaban  -mejor, atesoraban-  carpetas, fotos, posters firmados con rotulador negro. Me pregunté qué ídolo juvenil los habría garabateado.

Uno de los fenómenos que hoy mueven masas de fanes  -qué raro este plural-  es la última peli de Harry Potter. Para el que quiera atar cabos sueltos sin haber leído todos los libros, como yo, no queda otro remedio que verla. El caso es que esto no supone ningún esfuerzo. Al contrario.

Todo acaba, sí, y la guinda está bien puesta sobre el pastel. Quienes justo al comienzo esperen una descarga de fuegos artificiales, tal vez se vean algo defraudados. Aunque poco después, ya concluido el trámite de explicar ciertos porqués, llega por fin el verdadero espectáculo:  pirotecnia y magníficos efectos al servicio de la magia más poderosa de toda la serie. La épica guerrera, cercana a la de El señor de los anillos, está bien ajustada, aunque quizás no se equivoquen los que piensan que otro director habría hecho mejores maravillas.

Harry, después de tantos incidentes, acabará conociendo los motivos de su propia supervivencia. Sabrá por fin qué hacer frente a Voldemort, invariablemente decidido a eliminarlo. 'El que no debe ser nombrado' alcanza por fin el trono entre los grandes villanos de la historia del cine, mérito exclusivo de la autora y, por supuesto, de Ralph Fiennes. Él es uno de tantos y tantos actores británicos que aparecen en la saga. Se podría decir que casi todos los mejores han pasado por las ocho películas con solvencia sobrada. Esa madurez, me temo, se echa en falta en las interpretaciones de los más jóvenes, aunque, claro, hace diez años nadie podía prever cómo evolucionarían el físico y la técnica de aquellos niños. Echo de menos más desgarro, emotividad, expresividad en ciertos momentos. Y, por supuesto, más pasión en el esperadísimo beso entre Ron y Hermione, o el de Ginny y Harry, lástima de beso, tímido y desganado.

Asistimos al cierre de las subtramas que habíamos dejado abandonadas años atrás, apuntando la genialidad y el ingente trabajo de planificación de J. K. Rowling. Conoceremos la verdad de Severus Snape, estrechamente ligada al destino de Potter. La muerte, presidiendo siempre, nos brindará unas cuantas desapariciones  -muchas de ellas resueltas con brevedad, tibiamente, sin la relevancia que se les otorga en otras películas-. Y, a pesar de la muerte, veremos que hay valores que perviven incluso más allá.

En fin, entretenidísimo final de H.P. Por cierto, al día siguiente de haber coincidido con los chavales del  'mundo fan', vi en televisión a los actores que encarnan a los hermanos Weasley. Ron y los gemelos Fred y George enviaban un saludo a los españoles desde una terraza de Madrid. A sus espaldas reconocí el lugar donde me había subido al autobús.

martes, 19 de julio de 2011

El cubo rojo

Lo miro. Ocupa su rincón. Un cono truncado de plástico rojo abierto, con un asa descansando junto a la soga que lo abraza, dibujada en su superficie. Está vacío y seco. No es lo normal.

El diálogo más escueto y repetido en casa a lo largo de los últimos dos años:

-¿Sale caliente? -uno, desde la puerta del cuarto de baño.
-No -el otro, junto a la bañera, sosteniendo el cubo rojo bajo el grifo abierto.

Mañanas, tardes, noches. Siempre lo mismo. El cubo cumplía su función ecológica y económica, resumida en la máxima de no malgastar el agua. Litros y más litros, metros cúbicos a la espera de cada primera gota templada. Dicho recipiente habría necesitado varios socios para contener tanto líquido con el fin de destinarlo a otros menesteres, salvaguardando así el planeta y nuestro bolsillo.

Era un problema no resuelto a pesar de tantas y tantas quejas. Queríamos disponer de agua caliente en las mismas condiciones que el resto de los vecinos. Pero llegaba tarde y tibia. Muchos meses fregando y duchándonos con agua tibia, solo tibia. A veces, tras haber llenado el cubo rojo y tirado decenas de litros, el agua empezaba a caldearse. Era el momento justo para meterse en la bañera y proceder. Champú, gel, alegres cánticos, hasta que, ¡aaah!, el agua caliente se despedía a la francesa y aparecía en su lugar el filo cortante de la fría.

Daban ganas de hacerse el lavado del gato. Miraba las facturas y, a juzgar por las cifras, me preguntaba quién se escaldaba con mi agua caliente, porque a mí, lo que era a mí, no me llegaba una pu... ñetera gota. A veces, haciendo honor a los usos de nuestros abuelos, pensaba en calentar el agua en la placa, como quien se prepara una sopita. Pero acababa abriendo el grifo de mi paciencia, aguardando largos ratos al milagro de los panes  -recién horneados, crujientes-  y los peces  -al vapor, si puede ser, gracias-.

Y el prodigio, ¡oh quimera!, llegó al fin. ¡Tenemos agua caliente! Hace días que nos pellizcamos preguntándonos si es ficción o realidad. Nos parecemos a los himba recién llegados a la ciudad, asombrados por la magia de la civilización. Acostumbrados al agua templada, solo templada, ahora gritamos al abrasarnos con ese caudal que hierve en un santiamén. Son alaridos de felicidad:  nunca habríamos imaginado que una quemadura de primer grado produjera tanta dicha.

Sin embargo, ahora miro el cubo rojo y no puedo evitar sentir algo. Extrañeza, quizás, por verlo arrinconado del todo. Vacío y seco. Ha sido un buen compañero de fatigas, hoy libre de su empleo.

jueves, 14 de julio de 2011

Irse

Buscar la novedad, lo que nos enamore de nuevo, la ilusión perdida, o nunca encontrada. Moverse con una intención  -no tenerla clara es lícito, por el camino a veces surge un objetivo-,  poner distancia y oxígeno.

La clave, no cabe duda, está en ir. Aunque ir suponga marcharse, dejar el lugar en el que uno tiene sus cosas, sus secretos, sus espacios conocidos, los hechos de su pasado.

Jean Echenoz emplea dos palabras para titular, para empezar y también para acabar su novela:  Me voy.  En ella Ferrer, francés posmoderno, se marcha al Gran Norte dejándolo todo, en busca de unos restos étnicos ocultos en un barco hundido. Él huye de lo cotidiano, buscándose, y llegando finalmente casi al mismo punto de partida. Emprender el viaje es lo más valiente que ha hecho y la conclusión algo circunstancial. Al menos lo ha intentado.

José Mota, sociólogo mordaz, buen actor, siempre divertido, nos regaló hace años una de las frases más repetidas en toda clase de círculos:  Si hay que ir se va, pero ir pa ná... es tontería.  Aunque no tengamos idea del para qué, necesariamente tiene que haberlo. Tal vez poniéndonos en marcha empecemos a dibujarlo.

La disyuntiva de Obama en Afganistán:  malo irse, peor quedarse. En fin, qué sé yo, políticas de altos vuelos, crímenes de bajos fondos,... en este caso no hay necesidades atendidas  -no las del pueblo afgano que desea vivir en paz-,  ni corazonadas, ni nada ajeno a la codicia. Muy pocos de los que han ido saben lo que hacen allí.

Bebe, en una de sus mejores canciones, hurgándose muy dentro como siempre, reflexiona sobre la huida más práctica y sanadora:  Me fui pa echarte de menos. Me fui pa volver de nuevo. Me fui pa estar sola...  Una necesidad, creo. Irse para alejarse de lo que duele y redescubrir todo lo bueno que hay en lo que teníamos.

En definitiva:  moverse, sacudirse, revolverse, avanzar. Adelante. Siempre hacia delante.



jueves, 7 de julio de 2011

Una vaca del cielo

Las historias más inverosímiles tienen su espacio. No solo sobre un estante;  también dentro de una existencia gris mate. Un tipo huraño, solitario, metódico hasta la obsesión. Una guerra, tal vez fuente de su propia naturaleza. Una ferretería donde la supervivencia se acerca un poco a la vida. Por suerte, una afición:  a este hombre le gusta coleccionar recortes de periódicos que contienen noticias curiosas, absurdas en su mayoría. Busca y captura ironías, paradojas, desatinos.

Un chino, de China, se cuela en su peculiar orden, catapultado hasta Argentina por la caída de una vaca, nada menos que del cielo. Pero su tragedia no será solo esta. Además desconoce la lengua de su lugar de destino, carece de dinero y, para colmo, no encuentra a un pariente al que está buscando. Es un hombre solo que se cruza con otro hombre solo.

Sebastián Borensztein dirige esta comedia con tono y ritmo admirables, soltando a tiempo cada miga de información que trama y espectador van requiriendo. Se sirve de un surrealismo fresco que entrevera en el costumbrismo atemporal propio de las fábulas, potenciado por una cuidadísima dirección de arte y por la música de Lucio Godoy. Gracias a estos tintes podremos creer en las casualidades, por muy aleatorias que resulten ser.

Ricardo Darín, excelente dando piel a Roberto, es la clave del humor en esta película. Gruñón con buen fondo, verá alterado su equilibrio cotidiano y no podrá remediar tener que volcarse en la ayuda al desamparado. La reacción ante lo inesperado será para él forzosa. Y balsámica.

Estamos habituados a los finales de Hollywood. Es más, solemos desear que haya cierres por el estilo. Tal vez uno de ellos aparezca en Un cuento chino, tras haber seguido un hilo lleno de nudos de aislamiento y desesperanza.

Es esta una historia acerca de la rotura de las cadenas que nos atan al pasado. Es este un reencuentro con la vida para quienes se han desentendido de ella. Cuento o fábula, qué más da.