Paso con Salvia junto a un terreno vallado, listo para ser arado, socavado, cubierto por el hormigón y hecho desaparecer bajo cientos de toneladas de ladrillos. Nos detenemos a observarlo desde fuera, desde este lado que el cemento alguna vez engulló.
Cuando éramos niños la ciudad estaba cuajada de estos descampados, sin vallas ni cercados en general. Bastaba recorrer una distancia muy corta para llegar a uno de ellos, atravesarlo, continuar y acabar llegando a otro, detenerse entonces y pensar que aún se podía llegar a otro más sin salir del mismo barrio. Eran con frecuencia los lugares donde los niños jugaban al fútbol, las niñas a la comba o a recoger flores y los perros a perseguirse unos a otros.
En primavera se cubrían de vegetación y sólo quedaban yermos los senderos por los que era habitual transitarlos. Entre miles de flores convivía una enorme cantidad de gramíneas, cardos y otras hierbas. No era recomendable caerse: las espigas y otras púas se te clavaban por todas partes. Acababas en casa, quitándote la ropa y descubriendo restos vegetales en los rincones más inverosímiles de tu cuerpo. Como poco verosímiles eran también aquellas manchas verde intenso tan difíciles de quitar -esto lo hemos sabido ya de adultos y hemos terminado comprendiendo los berrinches de nuestras madres-.
A pesar de todo, aquello era muy divertido: los días de lluvia nos poníamos de barro hasta las cejas; con las heladas nos encantaba ir rompiendo el hielo crujiente de la superficie de los charcos; y si en el colegio el profesor nos encargaba un herbario, no dudábamos acerca de cual sería el lugar ideal de recolección.
En mi caso, para llegar al colegio debía cruzar un descampado, hoy convertido en pabellón deportivo anexo al patio escolar, además de en iglesia de culto católico y en un parque separando ambos. Parte del mundo que atravesaba hasta llegar a clase acabó transformado en otra cosa. Hoy esos terrenos son ya escasos. Todo está construido. Los niños, mientras sueñan en wifi, juegan en parques con suelos de poliuretano multicolor, rodeados de columpios que guardan todas las medidas de seguridad exigidas por cientos de normativas.
En este solar que seguimos mirando no hay juegos. Las vallas lo preservan de un disfrute anterior a su “disfrute” posterior. Las flores están encerradas en su coto, protegidas por una malla de alambre. Margaritas, malvas y amapolas creciendo en gran cantidad. ¡Amapolas!... antes estaban por todas partes.
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