Paso con Salvia junto a un terreno vallado, listo para ser arado, socavado, cubierto por el hormigón y hecho desaparecer bajo cientos de toneladas de ladrillos. Nos detenemos a observarlo desde fuera, desde este lado que el cemento alguna vez engulló.
Cuando éramos niños la ciudad estaba cuajada de estos descampados, sin vallas ni cercados en general. Bastaba recorrer una distancia muy corta para llegar a uno de ellos, atravesarlo, continuar y acabar llegando a otro, detenerse entonces y pensar que aún se podía llegar a otro más sin salir del mismo barrio. Eran con frecuencia los lugares donde los niños jugaban al fútbol, las niñas a la comba o a recoger flores y los perros a perseguirse unos a otros.
En primavera se cubrían de vegetación y sólo quedaban yermos los senderos por los que era habitual transitarlos. Entre miles de flores convivía una enorme cantidad de gramíneas, cardos y otras hierbas. No era recomendable caerse: las espigas y otras púas se te clavaban por todas partes. Acababas en casa, quitándote la ropa y descubriendo restos vegetales en los rincones más inverosímiles de tu cuerpo. Como poco verosímiles eran también aquellas manchas verde intenso tan difíciles de quitar -esto lo hemos sabido ya de adultos y hemos terminado comprendiendo los berrinches de nuestras madres-.
A pesar de todo, aquello era muy divertido: los días de lluvia nos poníamos de barro hasta las cejas; con las heladas nos encantaba ir rompiendo el hielo crujiente de la superficie de los charcos; y si en el colegio el profesor nos encargaba un herbario, no dudábamos acerca de cual sería el lugar ideal de recolección.
En mi caso, para llegar al colegio debía cruzar un descampado, hoy convertido en pabellón deportivo anexo al patio escolar, además de en iglesia de culto católico y en un parque separando ambos. Parte del mundo que atravesaba hasta llegar a clase acabó transformado en otra cosa. Hoy esos terrenos son ya escasos. Todo está construido. Los niños, mientras sueñan en wifi, juegan en parques con suelos de poliuretano multicolor, rodeados de columpios que guardan todas las medidas de seguridad exigidas por cientos de normativas.
En este solar que seguimos mirando no hay juegos. Las vallas lo preservan de un disfrute anterior a su “disfrute” posterior. Las flores están encerradas en su coto, protegidas por una malla de alambre. Margaritas, malvas y amapolas creciendo en gran cantidad. ¡Amapolas!... antes estaban por todas partes.
jueves, 27 de mayo de 2010
domingo, 23 de mayo de 2010
Enrique V
Anoche vi en uno de los canales de la TDT madrileña parte de Enrique V, de Kenneth Branagh. La pillé empezada, muy empezada, pero llegué a los grandes hitos de la película, rondando su final. Son las secuencias de la batalla de Agincourt, así como la anterior y la posterior a la misma.
Inolvidable la arenga a las tropas por parte del rey, interpretado por el propio Branagh, derrochando pasión y humanidad. Magnífica la realización de la batalla, pobre para los estándares actuales del cine de acción, pero suficiente, expresiva y con un punto lírico visto raras veces. Y, tras el reconocimiento francés a la victoria de los ingleses, llega ese plano-secuencia durante el cual la cámara nos muestra la desolación en el campo de batalla. Es un plano musical que pasó a formar parte de la lista de los clásicos desde el día de su estreno.
Es precisamente la música un elemento del que es imposible prescindir a estas alturas de la película. Patrick Doyle hizo una partitura maravillosa, una de esas joyas de la composición para el cine. La secuencia en la que el rey Enrique pide a sus hombres valor durante la lucha en el día de San Crispín contiene buenísima música, con fragmentos inolvidables que irán repitiéndose a lo largo de la batalla. Parece, además, como si esto fuera sólo un aperitivo para lo que llegará a continuación, el Non Nobis, Domine, un himno para reconocer la presencia de Dios y su intervención en la victoria. El plano-secuencia que antes mencionaba le debe a Doyle y a este himno casi toda su intensidad.
Enrique V fue la primera película de Branagh como director y de Doyle como compositor para el cine. Fue también el inicio de una serie de colaboraciones de ambos con Shakespeare como centro, todas ellas estupendas.
Inolvidable la arenga a las tropas por parte del rey, interpretado por el propio Branagh, derrochando pasión y humanidad. Magnífica la realización de la batalla, pobre para los estándares actuales del cine de acción, pero suficiente, expresiva y con un punto lírico visto raras veces. Y, tras el reconocimiento francés a la victoria de los ingleses, llega ese plano-secuencia durante el cual la cámara nos muestra la desolación en el campo de batalla. Es un plano musical que pasó a formar parte de la lista de los clásicos desde el día de su estreno.
Es precisamente la música un elemento del que es imposible prescindir a estas alturas de la película. Patrick Doyle hizo una partitura maravillosa, una de esas joyas de la composición para el cine. La secuencia en la que el rey Enrique pide a sus hombres valor durante la lucha en el día de San Crispín contiene buenísima música, con fragmentos inolvidables que irán repitiéndose a lo largo de la batalla. Parece, además, como si esto fuera sólo un aperitivo para lo que llegará a continuación, el Non Nobis, Domine, un himno para reconocer la presencia de Dios y su intervención en la victoria. El plano-secuencia que antes mencionaba le debe a Doyle y a este himno casi toda su intensidad.
Enrique V fue la primera película de Branagh como director y de Doyle como compositor para el cine. Fue también el inicio de una serie de colaboraciones de ambos con Shakespeare como centro, todas ellas estupendas.
lunes, 17 de mayo de 2010
Llórate
Eres calma en ti,
agua en ti,
las paces contigo
y la sal.
¿Sientes de fuera adentro?
Tu lágrima saca el universo,
esfera de mundos,
conmoción desde uno,
para uno.
¿De dentro hacia fuera?
Eres embalse de iras,
reserva de rabia,
veta amarga de
una mina sin purga,
sembrado de cal y cristales
... pena y acero,
pulso decepcionado.
El desánimo y tú.
Hoy fluyes.
Te disuelves, viertes.
Y anegada de ti
me gustas más.
agua en ti,
las paces contigo
y la sal.
¿Sientes de fuera adentro?
Tu lágrima saca el universo,
esfera de mundos,
conmoción desde uno,
para uno.
¿De dentro hacia fuera?
Eres embalse de iras,
reserva de rabia,
veta amarga de
una mina sin purga,
sembrado de cal y cristales
... pena y acero,
pulso decepcionado.
El desánimo y tú.
Hoy fluyes.
Te disuelves, viertes.
Y anegada de ti
me gustas más.
miércoles, 5 de mayo de 2010
Sorpresas
La naturaleza de la sorpresa reside en que su destinatario no esté al corriente de nada de lo que se ha preparado para él. Y si tampoco sabe que se ha preparado algo, entonces la sorpresa será mayúscula.
Cuando uno es el elegido entre los candidatos a recibir un premio sabe ya que éste podría llegar a ser suyo. Lo que no debería saber es si lo será o no. Si está convencido de llegar a ser el premiado, entonces la sorpresa también vendrá del lado del chasco en el triste caso de no lograr el galardón. Pero cuando el premiado sabe ya con seguridad que lo va a ser y el no premiado conoce también su fracaso, la sorpresa se esfuma.
El otro día se entregaron los Max, los premios a las Artes Escénicas. Fue triste comprobar que la ceremonia carecía de la emoción propia de estas entregas de premios. Parece que unas horas antes "se filtró" en internet la lista de los premiados, lo cual arrebató al acto cualquier posible intriga. Si a uno le van a dar un regalo y ya conoce el contenido del paquete, la sorpresa se desvanece. Va desenvolviéndolo y tiene ya una imagen bastante clara de lo que va a encontrarse cuando haya retirado el papel del todo.
El otro día le quitaron al regalo el papel y lo pasaron por delante de las narices de sus futuros dueños. Por eso llegaron a la ceremonia con las manos abiertas, dispuestos a recoger lo que ya se sabía que iba a ser suyo. Los demás nos perdimos sus reacciones de sorpresa y/o emoción. En resumidas cuentas, si una emisión de este tipo (fue La 2 quien la ofreció) resulta atractiva gracias a la incógnita, en este caso no hizo falta despejarla. Cielo azul y limpio.
Cuando uno es el elegido entre los candidatos a recibir un premio sabe ya que éste podría llegar a ser suyo. Lo que no debería saber es si lo será o no. Si está convencido de llegar a ser el premiado, entonces la sorpresa también vendrá del lado del chasco en el triste caso de no lograr el galardón. Pero cuando el premiado sabe ya con seguridad que lo va a ser y el no premiado conoce también su fracaso, la sorpresa se esfuma.
El otro día se entregaron los Max, los premios a las Artes Escénicas. Fue triste comprobar que la ceremonia carecía de la emoción propia de estas entregas de premios. Parece que unas horas antes "se filtró" en internet la lista de los premiados, lo cual arrebató al acto cualquier posible intriga. Si a uno le van a dar un regalo y ya conoce el contenido del paquete, la sorpresa se desvanece. Va desenvolviéndolo y tiene ya una imagen bastante clara de lo que va a encontrarse cuando haya retirado el papel del todo.
El otro día le quitaron al regalo el papel y lo pasaron por delante de las narices de sus futuros dueños. Por eso llegaron a la ceremonia con las manos abiertas, dispuestos a recoger lo que ya se sabía que iba a ser suyo. Los demás nos perdimos sus reacciones de sorpresa y/o emoción. En resumidas cuentas, si una emisión de este tipo (fue La 2 quien la ofreció) resulta atractiva gracias a la incógnita, en este caso no hizo falta despejarla. Cielo azul y limpio.
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