Mañana se producirá el apagón analógico por estos lares. Para muchos teleadictos, dependientes no sólo de lo que ven sino también de sus entresijos técnicos, ese será uno de los acontecimientos más esperados de la Historia. Por fin sus ojos ya sólo verán ceros y unos en las pantallas que fagocitan el tiempo de su descanso, de su libertad.
La televisión, por suerte, tiene todo lo bueno que hemos hecho de esta sociedad. O casi todo. Pero también contiene todo lo malo. Es más, no sólo lo encierra en esa pantalla cuyo fondo es cada vez menos profundo, sino que se lo sacude con fuerza monstruosa y lo proyecta hasta el rincón donde nos guardamos de lo nocivo. Para nuestra desgracia.
Muchas veces, viendo determinadas emisiones de esas que a uno le remueven por dentro todo lo bueno y todo lo malo, he pensado que el apagón debería ser total. Absoluto. El Apagón Perfecto. De esa manera asistiríamos a la desaparición de lo que idiotiza, engatusa, catequiza, entorpece.
Por otra parte, presenciaríamos el triste fin de otros espacios que invitan a pensar, abren ventanas a la cultura, despiertan en nosotros una actitud crítica, o entretienen. Siempre con un respeto esmerado hacia nuestro tiempo, nuestra libertad.
Independientemente de lo que a uno le parezca lo que se encuentra cada vez que pulsa el botón -de la caja, o del mando-, la señal que recibiremos será, ya sin remedio, sólo digital. Habremos vivido una transición, una especie de mudanza hacia otros usos.
Lo del apagón, sin embargo, seguirá siendo una opción personal.
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