Ignoro cuál es el procedimiento actual. Los de mi generación hemos hecho auténticas virguerías manuales para entregárselas a papá con todo el cariño -además de todo el ánimo de engancharle al tabaco-. Ceniceros de barro gracias a cuyas marcas la Policía Científica lo habría tenido chupado para descubrir la identidad de sus autores. Otros ceniceros de vidrio que, una vez forrados con papel encolado, acabábamos pintando con logrados motivos y barnizando después -cualquiera se atrevía a depositar una colilla encendida en tan inflamable cuerpo-. Más ceniceros, esta vez hechos con palos de polo -esos palos de madera se vendían mucho más para hacer esta clase de artesanías que para fabricar helados caseros-. Y todos esos ceniceros, en mi caso, para un padre no fumador.
Ahora no recuerdo qué otra clase de objetos sirvieron de obsequio. La casa del pueblo es el lugar al que todos ellos han ido a parar con los años. Nadie se desharía de tanto amor, a pesar de estar encerrado en semejante fealdad.
A medida que crecimos esas actividades escolares desaparecieron de los programas. Empezamos a ser autónomos a la hora de decidir qué regalar en días tan señalados y comenzamos a comprar, en vez de crear o ingeniar algo con nuestras propias manos. El "detallito" pasaba a depender de lo que habíamos conseguido ahorrar de nuestra asignación semanal. Entrábamos por fin al terreno más pecuniario y económico.
Pasa el tiempo y, dependiendo de en qué nivel se encuentra mi grado variable de rebeldía hacia todo lo comercial, unas veces acabo pasando por caja y otras decido que una muestra de cariño es tanto o más valiosa. Lo material puede dejarse en muchos casos para otro momento y atender con mayor acierto a cualquier necesidad o deseo puntual.
Ocurre que algunos años uno no puede ver a su padre el mismo 19 de marzo. Las causas pueden ser varias: uno trabaja, o está de viaje, o ha ido a las Fallas... Durante una temporada que pasé en Inglaterra los números de los Días de la Madre y del Padre danzaban en el calendario como en una pista de bailes de salón. El del Padre se celebra allí el tercer domingo de junio. Resultaba extraño, después de haber llamado para felicitar a papá en marzo, verse en pleno junio rodeado de toda la parafernalia comercial dispuesta para tal efecto. La tarjeta alusiva, como es de suponer, acababa llegándole en fechas inglesas, cuando los calores empezaban a apretar en la península -y no tanto en aquella isla, aunque los Britons llevasen ya dos meses luciendo sandalias y tirantes-.
Este año podré comer con papá. Comeremos la comida de mamá. En la sobremesa será libre de entregarse al tabaco si le apetece -a estas alturas ya me extraña- y recordaremos su colección de ceniceros de dudoso adorno.
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