Estos días, leyendo El Palacio de la Luna, de Paul Auster, he pensado más de una vez que su protagonista tenía mucho que ver con el de El guardián entre el centeno. Ayer murió J. D. Salinger, padre de la criatura, y vuelvo a pensar que las casualidades existen, o que, sin llamarlas necesariamente así, el mundo está hecho de las conexiones entre el sinfín de cosas que nos rodean, los millones de sensaciones que nos asaltan a todos a la vez, y el cruce de nuestros pensamientos y su producción imparable.
No es que Holden Caulfield, el hijo de Salinger, sea primo hermano de Marco Stanley Fogg, el de Auster. Cada uno vive en un momento diferente y los Estados Unidos han cambiado también lo suyo entre los años cincuenta y los sesenta. Lo que sí ocurre es que en las dos novelas hay unos cuantos puntos comunes, aparte del gran escenario en el que las dos se desarrollan: Nueva York.
Tanto Holden Caulfield como Fogg son dos jóvenes en plena búsqueda de sí mismos. Muchos, cuando leen El guardián entre el centeno a eso de los quince años, acaban identificados con su protagonista, reconociéndose en su actitud y en su rebeldía. Les entiendo, aunque es posible que hoy nuestro modo de vida les separe de esas pulsiones algo más básicas de Caulfield, distintas de otras más "tecnológicas" que hoy les asaltan. Quizás porque lo leí con el doble de la edad que se le supone a su lector ideal, no tuve la sensación de que debía estar entre mis libros de cabecera (¿los tengo?). Tal vez también rechacé ese tesón autodestructivo del protagonista, algo en lo que coincide con Fogg, al menos en una buena parte de la novela.
Otros personajes también me recuerdan los unos a los otros. Sunny, la prostituta de El guardián, aparece casi de la misma forma que Kitty Woo, la amante y después novia de Fogg. Otros individuos con un toque redentor surgen para dar un poco de esperanza (no tanto a los protagonistas como al propio lector). Son el señor Spencer, ex-profesor de Holden, y Effing, viejo excéntrico que sirve a Fogg para centrarse y asumir alguna responsabilidad.
Fogg acaba tocando fondo cuando pasa una temporada viviendo en Central Park. Allí mismo se produce uno de los hitos de El guardián: la conversación surrealista que Holden mantiene una noche con un taxista, preocupado por saber dónde van los patos del lago de Central Park cuando éste se congela cada invierno. En El Palacio hay otro encuentro nocturno: un encuentro con la imaginación más pura, la de un joven negro que juega con un paraguas roto. Esto traerá alguna consecuencia; la noche cumple su papel motor en ambas novelas.
Y digo yo: tanto rollo para recordar a Salinger y reconocer a Auster.