Uno de los grandes placeres cada invierno es sentarse ante la chimenea encendida. La lumbre tiene un nosequé de brujo llameante que engatusa al primer contacto.
Para echar fuego es imprescindible tener leña. Dicen que la leña calienta varias veces: al cortarla, al cargarla, cuando la metemos en casa y, finalmente, mientras arde. No les falta razón, su poder calorífico es así de amplio. Hace años el proceso había que realizarlo completo en la mayoría de los casos. Ahora, instalados en esta comodidad relativa, lo habitual es comprar la leña cortada (ya hecha). Yo casi todos los años entro en calor descargando, transportando y apilando todos esos troncos, bueno, digamos que la mitad, ayudando a colocarlos de forma que no ocupen mucho espacio y sea fácil disponer de ellos.
Esa pila irá mermando de un año para otro, dando siempre la oportunidad a más de un animalillo de anidar o cobijarse entre sus piezas leñosas. Y acabará por desaparecer tarde o temprano, habiendo acogido durante una temporada algo de vida.
En cuanto al fuego, cuesta creer que algo tan destructivo pueda resultar hermoso. Pero lo es. Un buen ceporro abrazado por las llamas dentro del hogar de la chimenea es algo prodigioso. Contemplarlo es un placer adictivo. La danza de las llamas nos deja hechizados y su calor nunca llega a ser demasiado. Podría estar horas y horas charlando, o leyendo, o ensimismado. Enmimismado. Sólo hay que atizar un poco al genio para que siga vivo y no se escape.
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