Todos los días llegaba restregándose los ojos con las manos. Los tenía irritados, llorosos; incluso, iba por días, con marcas alrededor, como si hubiese llevado grandes gafas muy pegadas a la piel de la cara. No le apetecía ponerse a ver la tele. Tanta luminiscencia le hacía daño tras volver del trabajo. Tampoco leía. Demasiado esfuerzo visual. A veces tenía que entornar los párpados para soportar la luz incandescente de las bombillas de la casa.
Su mujer se paró frente a él y, después de darle un beso de bienvenida, volvió a mirarle nuevamente a los ojos. Más acuosos que nunca. Cabeceó.
-Reinhard, no puedes seguir así. ¿Tú te has visto? Llevas más de quince años en ese centro de observación. Cada día tienes la vista más cansada. Ya ni puedes mirarme con esos lagrimones que se te caen en cuanto entras y enciendes la luz. ¿Cuánto te ha aumentado la miopía? Ni siquiera lo sabes.
Se marchó al salón sin obtener respuesta de su marido. Se acomodó en el sofá con su cojín a la espalda y cambió de canal hasta dar con el programa que buscaba. A esa hora le encantaba ver
Küstenwache, su serie policíaca preferida de la 2DF.
Reinhard apareció tras unos instantes, se sentó a su lado y, como todas las noches, con la cabeza gacha, evitó que el resplandor de la pantalla le deslumbrase. Siguió sin decir nada. Hanna permanecía atenta a las peripecias del capitán Ehlers, que en este capítulo olfateaba el rastro de unos ladrones de arte. Llegó el corte de publicidad y quitó el sonido del televisor. No soportaba el bombardeo acústico cuando ponían los anuncios.
Se había hecho el silencio en la casa de los Genzel.
Era un respiro habitual, en el que cada uno se centraba en sus propios pensamientos. Durante ese intervalo se pudo oír un leve gemido. Hanna lo advirtió muy de cerca; hubiera dicho que provenía de al lado. Se volvió hacia su marido y éste, sin poder reprimirse más, se puso a llorar abiertamente. A ella el corazón se le encogió.
-Lo siento. Siento haberte dicho todo eso. Sé que, aunque me duela verte así, no tengo derecho a pedirte que lo dejes. Llevas tanto tiempo en ello... Perdona.
Entonces él se repuso por momentos. Negaba con la cabeza, como queriendo decirle que no debía disculparse, mirándola mientras trataba de calmar su llanto. Le lanzó una sonrisa. ¿Sonreía? Era como una explosión inesperada de alegría, sobresaliendo de entre la rojez habitual de los ojos de Reinhard. Ella se quedó parada. No sabía cómo reaccionar ante aquel inexplicable y repentino paso del sollozo a la felicidad. Esperó.
-Cariño, lo hemos conseguido. ¡Por fin tenemos resultados!
-Entonces, lo de hoy... hoy tus lágrimas...
Se echó a sus brazos. Esa noche, durante aquel corte de publicidad, los dos lloraron de verdad. De alegría.
A partir de un artículo publicado por Rosa M. Tristán hoy en El Mundo.