martes, 31 de diciembre de 2013

¡Feliz 2014!

Un rato cualquiera, en casa, mientras friegas los cacharros del desayuno, haces la cama o pones una lavadora, puede dar para pensar. Digo yo que no está mal pensar y que casi siempre es bueno.

A pocas horas del final del año lo mundano y rutinario se reúne con lo ideal y más deseado. Lo uno estuvo y estará presente en cientos de hechos y acciones; lo otro, proyectado en nuestra mente, nos invitará a concebir nuevos días. Y mucho mejores.

En los próximos doce meses habrá tareas aburridas, anodinas. Muchas, me temo. Espero, de todas formas, que entre ellas estén también otras estimulantes y sorprendentes.

Ojalá que el Nuevo Año nos invite a sacar de entre las ideas y los deseos todo aquello que nos haga felices.

¡Pensemos en un feliz 2014!

viernes, 27 de diciembre de 2013

La San Silvestre

Amor

Aquella mañana invirtió más tiempo que nunca en ponerse las zapatillas. Necesitaba ajustarse los cordones perfectamente, ser consciente de cada lazada, de cada nudo. Sus pies, calzados al fin, revelaban que la energía alcanzaría sus piernas como nacida de un motor de explosión. En su cabeza, el ritmo de una canción imaginada comenzaba a mezclarse con la vislumbrada cadencia de sus zancadas sobre piedras y asfalto.

La carrera no había empezado aún y no sabía si lograría mejorar su marca de la Navidad anterior, aunque sí tenía claro algo: que obtendría un hermoso premio.

La noche previa, cuando su madre le dijo por teléfono “nos vemos en la meta”, sintió en el estómago una dulce punzada que se dilató hasta abrazarlo por completo.

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El año pasado acudí a Vallecas para celebrar el fin de año junto a quienes corrían en la San Silvestre. Pasé mucho frío, pero disfruté del ambiente y del ánimo de todos en torno a la meta. Este relato intenta recoger algo del espíritu de dicha carrera popular, tal vez el de alguien que participó, quizás el de alguien que la correrá este año.

sábado, 21 de diciembre de 2013

Cuento de Navidad

Un poco de luz

En muchos hogares era ya tradición poner el árbol o el belén durante el puente de primeros de diciembre, así que los padres de Inma acordaron que esa costumbre tuviera en su casa una mayor razón de ser.

Cada año, cuando llegaba el día de su santo, la niña era la encargada de decorar con bolas y cintas un árbol que, al igual que ella, iba creciendo y cambiando. Todos los adornos le parecían preciosos y los colgaba con mimo. Pero lo que de verdad le gustaba a Inma era colocar las luces entre el frondoso verdor.

Desde que comenzó a distinguir las formas y los colores, le habían fascinado las luces de todo tipo. Las de su árbol de Navidad habían pasado de llamar vivamente su atención cuando contaba sólo unos pocos meses de edad a ser lo más excitante en lo que poder fijarse. Se quedaba larguísimos ratos embobada con aquellos puntos luminosos que saltaban de rama en rama y que, por momentos, se detenían y parecían incendiar con solemnidad su rincón favorito.

A todos les enternecía aquella imagen de la niña, sentada frente a la humilde pero brillante obra que ella misma creaba con tanta ilusión.

Ese año, sin embargo, las cosas no podrían ser como otros. Hacía tiempo que sus padres habían perdido sus trabajos y en casa no se debía hacer ningún gasto de más. Del mismo modo que las preocupaciones no se marchan de la mente, las facturas se apilaban sobre una mesa y tampoco desaparecían de ella. La niña sabía que tenían que prescindir de muchas cosas, incluso del calor de la calefacción.

A pesar de todo, cada tarde sus papás cogían a Inma de la mano y la conducían junto al abeto que también este año ella misma había engalanado. “Vamos, cariño, enciéndelo”. Entonces, la pequeña, tras confirmar en sus gestos ese consentimiento, pulsaba el interruptor y su rostro se iluminaba como un sol.

Era el momento del día en que los mayores se evadían de tanta angustia y, acurrucados bajo una gruesa manta, gozaban al observar aquellos ojos encandilados.

Su hija, tras un momento que a cualquiera le habría parecido muy breve pues, de hecho, lo era, apretaba de nuevo el botón. "Ya está, ¡ha sido increíble!"

Y en la recién recobrada penumbra, Inma se abalanzaba sobre sus padres y los estrujaba en un cálido abrazo.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

El Palacio Arzobispal de Alcalá

Es difícil tomar conciencia de todas las maravillas arquitectónicas que se han perdido en nuestro país por la guerra, la desatención y la nada escrupulosa especulación urbanística.

En Alcalá de Henares existió durante unos quinientos años uno de los más grandiosos palacios renacentistas de que se tiene constancia en España. Se trataba del Palacio Arzobispal, que se erigió sobre la construcción ya existente desde el año 1209 de una fortaleza mudéjar. Durante siglos, fue ampliado, fortificado y completado hasta convertirse a mediados del siglo XVI en una obra magnífica.

En el siglo XIX sus muros interiores fueron revestidos de estantes que pasaron a albergar el Archivo General Central, reuniéndose dentro del edificio una ingente cantidad de documentos históricos.

Es triste saber que, aparte de algunos daños, durante la Guerra Civil (1936-1939) el Palacio Arzobispal no sufrió graves destrozos pero que, sin embargo, ya finalizada la contienda, el edificio cayó pasto de las llamas en un tremendo incendio que lo devastó.

Ayer asistí a la presentación de un proyecto de recuperación virtual del Palacio. El trabajo de investigación es magnífico y el de reconstrucción digital, soberbio. Se trata de un sorprendente paseo por sus dependencias y patios en una mañana de primavera que me lleva a envidiar la suerte de quienes pudieron conocerlo antes de su desaparición.

Con el Palacio Arzobispal se perdió un edificio único, pero también se esfumaron miles de legajos de gran valor documental. Nuestro patrimonio, nuestra historia, merecen mucha más atención de la que se les ha prestado durante décadas. Hoy, aunque sea sólo de un modo vicario, podemos visitar una joya que quizás algún día pueda volver a levantarse sobre sus escombros. Aunque tal como están las cosas...