Después de un viaje viene otro. Del físico y vivencial se pasa al del recuerdo, durante el que revisamos los momentos e imágenes que nos hemos traído, bien dobladitos en la maleta de la memoria.
Mientras saco del trolley la ropa usada y la no usada, vuelvo a ver los colores y formas dispares de las creaciones de Hundertwasser. El Gaudí vienés te hace jugar, tenerle miedo a la línea recta, ondularte con el suelo y las paredes, buscarles las raíces a las plantas que coloca acá y allá, y volverte, de algún modo, irracional.
Separo algunos objetos -cámara de fotos, algún recuerdo de cerámica, las Mozartkugeln, souvenir comestible- y vuelvo a bordear la orilla del Danubio, esa impresionante masa de agua que no se parece a ningún río de este país del sur, tan distinto.
Hojeo folletos de museos y les echo otro ojo a las pinturas de Klimt, Schiele, o Brueghel. Entonces paseo con placer por las salas del Belvedere, del Kunsthistorisches o del Leopold, ambientes construidos de luz, atmósferas donde los trazos y los pigmentos van transformando el mundo.
Mientras pongo una lavadora convierto el perfume del suavizante en delicioso olor a café. Entro de nuevo al Hawelka, con sus muebles ancianos, al palaciego Central y toda su altiva exquisitez, al Corbaci del Museumsquartier y la combinación funcional del hormigón con techos de cálidos azulejos; y también paso a alguna que otra cafetería Aïda, donde los precios son más practicables y casi todo tiende al rosita.
Al guardar el calzado escucho otra vez los valses tocados con violín y acordeón en un Heuriger de Grinzing, ese pueblecito salpicado de encantadoras tabernas que un día quedó pegado a Viena.
Todo el viaje queda "deshecho" y recolocado en cajones y armarios. Pero sigue desarrollándose en mi cabeza, que insiste en encontrarles el sentido a casualidades, meteorologías, reencuentros, hallazgos, palabras, gestos y sabores.
Mientras saco del trolley la ropa usada y la no usada, vuelvo a ver los colores y formas dispares de las creaciones de Hundertwasser. El Gaudí vienés te hace jugar, tenerle miedo a la línea recta, ondularte con el suelo y las paredes, buscarles las raíces a las plantas que coloca acá y allá, y volverte, de algún modo, irracional.
Separo algunos objetos -cámara de fotos, algún recuerdo de cerámica, las Mozartkugeln, souvenir comestible- y vuelvo a bordear la orilla del Danubio, esa impresionante masa de agua que no se parece a ningún río de este país del sur, tan distinto.
Hojeo folletos de museos y les echo otro ojo a las pinturas de Klimt, Schiele, o Brueghel. Entonces paseo con placer por las salas del Belvedere, del Kunsthistorisches o del Leopold, ambientes construidos de luz, atmósferas donde los trazos y los pigmentos van transformando el mundo.
Mientras pongo una lavadora convierto el perfume del suavizante en delicioso olor a café. Entro de nuevo al Hawelka, con sus muebles ancianos, al palaciego Central y toda su altiva exquisitez, al Corbaci del Museumsquartier y la combinación funcional del hormigón con techos de cálidos azulejos; y también paso a alguna que otra cafetería Aïda, donde los precios son más practicables y casi todo tiende al rosita.
Al guardar el calzado escucho otra vez los valses tocados con violín y acordeón en un Heuriger de Grinzing, ese pueblecito salpicado de encantadoras tabernas que un día quedó pegado a Viena.
Todo el viaje queda "deshecho" y recolocado en cajones y armarios. Pero sigue desarrollándose en mi cabeza, que insiste en encontrarles el sentido a casualidades, meteorologías, reencuentros, hallazgos, palabras, gestos y sabores.
4 comentarios:
Y experiencias en aviones de ida y vuelta... Un gustazo Viena.
Cristina B.
BUEN POST...YO TAMBIEN VIAJE...ESTOY RECIEN REGRESADO...ABRAZO, DANIEL.
como me vuelvas a comparar a gaudí con hundertwasser vamos a tener un problema tú y yo!
:P
Ay ay ay, que creo que ya tenemos polémica! Prefiero infinitamente a Gaudí, pa qué negarlo, pero un airecillo se le da el Aguascientos... (me preparo para el capón?)
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