Ayer, junto a alguna cosa más, devolví a mi madre este tenedor que un día tomé prestado de su cajón de los cubiertos -los hijos, en vez de pedirles a los padres que nos presten, solemos tomar prestado, obviando protocolos que en casa parecen sobrar-. Es un tenedor de uso diario, supongo que de acero inoxidable, marcado levemente por la rutina, los choques en el fregadero, la fricción con otros cacharros y, más recientemente, la paliza del agua a presión dentro de un lavavajillas. A todo eso le sumaremos el desgaste de cuarenta años de servicio y millones de topetazos contra lozas y vidrios. Sus púas izquierdas se han dejado en los platos unas décimas de milímetro gracias al hábito de manos derechas.
Pertenece a una cubertería completada por otras piezas de menor tamaño que los niños solíamos usar. El de la foto, ya devuelto a su medio, forma parte del conjunto utilizado por los adultos. De pequeño, aunque nunca lo expresé, deseaba llegar algún día a comer con aquellos tenedores y cucharas más grandes y pesados, atributos de las personas hechas y derechas. Cuando ayudaba a mi madre a poner la mesa, me tentaba la idea de olvidar las separatas y unirme al círculo de los más crecidos mediante el simple acto de soltar uno de aquellos cubiertos sobre mi servilleta.
Todo en la vida requiere de un tiempo y un tempo. Ya no recuerdo el día en que alguien, tal vez yo mismo, dejó uno de esos tenedores junto a mi plato en la posición de 'listo para la ofensiva'. Quizás, escritos en alguno de esos protocolos que uno se salta estando en familia, aparecen una edad concreta, un matiz exacto en la gravedad de la voz, una estatura precisa o un número determinado de granos deformándole a uno la cara. El caso es que, ni hecho ni derecho, un día cualquiera este sujeto empezó a usar los utensilios de sus mayores. Tampoco recuerdo cómo se sintió.
Pertenece a una cubertería completada por otras piezas de menor tamaño que los niños solíamos usar. El de la foto, ya devuelto a su medio, forma parte del conjunto utilizado por los adultos. De pequeño, aunque nunca lo expresé, deseaba llegar algún día a comer con aquellos tenedores y cucharas más grandes y pesados, atributos de las personas hechas y derechas. Cuando ayudaba a mi madre a poner la mesa, me tentaba la idea de olvidar las separatas y unirme al círculo de los más crecidos mediante el simple acto de soltar uno de aquellos cubiertos sobre mi servilleta.
Todo en la vida requiere de un tiempo y un tempo. Ya no recuerdo el día en que alguien, tal vez yo mismo, dejó uno de esos tenedores junto a mi plato en la posición de 'listo para la ofensiva'. Quizás, escritos en alguno de esos protocolos que uno se salta estando en familia, aparecen una edad concreta, un matiz exacto en la gravedad de la voz, una estatura precisa o un número determinado de granos deformándole a uno la cara. El caso es que, ni hecho ni derecho, un día cualquiera este sujeto empezó a usar los utensilios de sus mayores. Tampoco recuerdo cómo se sintió.
1 comentario:
Me ha gustado el relato; el "tempo", la sensibilidad...Saludos, Daniel.
Publicar un comentario