A su paso junto a lo que parece una cerrajería, o tal vez una herrería, el caminante se detiene. Ha visto unos pedazos de metal con forma de concha. Se amontonan sobre un cajón de madera, reluciendo empequeñecidos bajo el plomo del sol. ‘Llévese una’, le dice el herrero, o cerrajero, quien sale tras notar de oído al visitante. ‘Las hago con retales que me van sobrando. Aquí no se tira nada: recorto la vieira, le doy su forma cóncava y le marco las estrías por el otro lado. Por último hago este agujero y paso la anilla por él. Si quiere colgársela puedo buscarle un cordón’.
El hombre desaparece sumergido en la sombra de su taller. El caminante, que acaba de librarse por unos instantes del peso de su mochila, repasa al tacto los bordes de la venera de latón. ‘Alguna rebaba, algún que otro filo. Un poco tosca, sí, pero no está nada mal’, estudia al tiempo que oye el cacharreo que la búsqueda del herrero arroja desde el interior. Éste sale al momento terminando de cortar con una navajilla un pedazo de cuerda.
‘Un nudo por aquí…’, ata uno de los extremos de la soguilla después de pasarla por la pequeña argolla de la concha, ‘…otro más en este lado, y ya está. ¿Lo ve?’ El peregrino le paga con un par de monedas y decide colgar de una de las correas de la mochila su recién adquirida enseña.
La cordezuela se enreda consigo misma y da trenzado asidero al colgante que pende sin llegar a vencerla con su escaso peso. Las hebras de pita son hilachos secos, fibras vegetales rebeldes que ya han pactado con el aro y su pendiente metálico una agreste armonía.
Otra etapa agotadora. Cuando llega al albergue el caminante se despoja de su equipaje y desnuda sus pies ardientes. Tardarán un buen rato en enfriarse, al igual que la concha de metal.