Siete moscas dan vueltas endemoniadas
en el aire. Algunas se entrechocan, como si volaran a ciegas. Su espacio aéreo es el de mi dormitorio. Con la ventana abierta de par en par, ignoran la amplitud de su
vano. Alguna se empeña en golpear el vidrio y su marco, aunque finalmente acaba saliendo.
Desde la
puerta de la habitación hacia adelante, a mi derecha los pies de la cama, llego cerca de la ventana. Hasta lograr expulsarlas he tenido que agitar los brazos como el que
calienta para soltar músculos y articulaciones antes de hacer ejercicio. Al mullirlas, aprovecho las almohadas como arma amenazante, cual péndulos o columpios que desafían con llegar a girarse del todo.
Triunfante al fin, me pregunto si las mismas moscas que acabo echando un día tras otro de mi
'comarca' vuelven a invadirla cada mañana cuando decido ventilar. Entonces me acuerdo del abuelo Victoriano y de los utensilios que
él mismo fabricaba a partir de unos trozos de malla de plástico y un poco de cinta
aislante adhesiva. Eran los matamoscas con mayor eficacia exterminadora que nunca he conocido, aparte de la clave de uno de los pasatiempos más absorbentes que un niño haya probado jamás. Doy fe.
Solo al fin, me dispongo a cerrar ventana y contraventana. Clic,
clac. Entonces, advierto que un individuo sobrevuela mi cama. La más lista de las siete ha logrado burlar mi carta de expulsión. La observo: como atraída por una libertad que más bien podría estar fuera (o tal vez
dentro), la última mosca acaba posada en el cristal. Quisiera echarla como a las demás pero, me digo, ¡me niego a abrir otra vez! Y decido
correr las cortinas.
Ahora está atrapada entre la ventana y una larga caída de tela. Zffgff... ¡Ahí te quedas!, le digo.
Ahora está atrapada entre la ventana y una larga caída de tela. Zffgff... ¡Ahí te quedas!, le digo.
1 comentario:
Buen invento el matamoscas azul turquesa.. resultaba y era divertido.
Un saludo.
Cristna B.
Publicar un comentario