Tengo un muy grato recuerdo de aquella película en la que dos amigos recorrían una región vinícola de California y probaban los caldos de la zona mientras se debatían entre peripecias sentimentales varias.
Hoy no estoy Entre copas sino, más bien, entre tazas, fuentes, soperas, teteras, azucareros..., pero, sobre todo, platos. Muchos platos. Lleva su tiempo desembalar una vajilla. Ésta ha llegado dentro de tres pesadas cajas que, a su vez, guardan otras cuantas más. Es chocante que un envoltorio de tosco cartón no sólo contenga sino también proteja objetos tan delicados. Pocas veces se tiene ocasión de ir hallando piezas, extraerlas de una en una sin saber cuál te encontrarás en cada momento, aparte de intuirla por la forma de su embalaje. Podría ser como la suerte de un arqueólogo. La misión ahora consiste en sacar a esta gran familia de su carruaje de papel para darle acomodo en uno de vidrio y madera.
Porcelana blanca con filos plateados y decoración rayada en los bordes. Fina, sí. Me persigno mentalmente (de forma inventada) para no hacer cacharritos. Reúno a cada oveja con su pareja y descubro que los platos llanos y los bajoplatos son iguales..., imposible diferenciar unos de otros, a pesar de haber llegado empaquetados por separado. Tras varios usos y no menos lavados acabarán mezclados.
Admiro la gran capacidad de las tazas. En ellas podremos tomar un buen té cuando se tercie. La salsera recuerda en parte a una concha de Nautilus, al igual que la lecherita, ambas con una elegante asa. Las fuentes, ovaladas, quedarán bonitas recostadas en la parte trasera de la vitrina, contrastando con el tono entre castaño y caoba de la tabla. Y más platos: hondos, de postre, de café,...
Aquí sigo, provocando este tintineo necesario. También dentro de mi cabeza.
Hoy no estoy Entre copas sino, más bien, entre tazas, fuentes, soperas, teteras, azucareros..., pero, sobre todo, platos. Muchos platos. Lleva su tiempo desembalar una vajilla. Ésta ha llegado dentro de tres pesadas cajas que, a su vez, guardan otras cuantas más. Es chocante que un envoltorio de tosco cartón no sólo contenga sino también proteja objetos tan delicados. Pocas veces se tiene ocasión de ir hallando piezas, extraerlas de una en una sin saber cuál te encontrarás en cada momento, aparte de intuirla por la forma de su embalaje. Podría ser como la suerte de un arqueólogo. La misión ahora consiste en sacar a esta gran familia de su carruaje de papel para darle acomodo en uno de vidrio y madera.
Porcelana blanca con filos plateados y decoración rayada en los bordes. Fina, sí. Me persigno mentalmente (de forma inventada) para no hacer cacharritos. Reúno a cada oveja con su pareja y descubro que los platos llanos y los bajoplatos son iguales..., imposible diferenciar unos de otros, a pesar de haber llegado empaquetados por separado. Tras varios usos y no menos lavados acabarán mezclados.
Admiro la gran capacidad de las tazas. En ellas podremos tomar un buen té cuando se tercie. La salsera recuerda en parte a una concha de Nautilus, al igual que la lecherita, ambas con una elegante asa. Las fuentes, ovaladas, quedarán bonitas recostadas en la parte trasera de la vitrina, contrastando con el tono entre castaño y caoba de la tabla. Y más platos: hondos, de postre, de café,...
Aquí sigo, provocando este tintineo necesario. También dentro de mi cabeza.
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