Pienso en las revueltas del mundo árabe. Digo pienso, sólo, y con ello admito que no actúo. Pensar y actuar deberían ir unidos o relacionados al menos. Sin embargo, desde esta paz europea de cartón-piedra no estoy, no estamos, dispuestos a poner en peligro nada de lo que nos aletarga y nos mece.
Sigo rumiando y acabo aceptando creer que desde África no piden tanto: tan solo la condición de ciudadanos libres que se les presupone, aparte de acabar levantando la condena del terror y la explotación.
En estas revoluciones que los medios tildan de "pacíficas" está habiendo muertes, muchas por cierto. El que pide lo hace por las buenas, pero el que debe ceder no lo hará sin antes revolverse como gato panza arriba con la pistola cargada entre las garras. Y nuestros gobiernos miran para otro lado, más preocupados por lo que pueda pasarles a sus amigos y socios gobernantes tiranos y a esas sucias relaciones que acabarán torcidas, si no deshechas, a la espera de nuevos esfuerzos negociadores con vaya usté a saber quien, que manda huevos lo atadito que lo teníamos todo y la que nos han liado esos muertos de hambre.
Pero esos famélicos, aparte de comer, lo único que desean es vivir tranquilos en sus casas, libres del pavor a verse exterminados como ratas bajo sus propios tejados. Nada más.
Miro de nuevo a esto que llamamos occidente y no encuentro rastro del paradero de la ONU, ni de la Corte Penal Internacional de La Haya, ni de cualquier otro órgano internacional creado para, supuestamente, velar por la justicia, la paz y la seguridad comunes (¿comunes para quiénes?).
Seguiremos inmóviles, incapaces de actuar en su ayuda, viviendo en nuestros nidos de comodidad desde los cuales no nos dejan advertir el acecho del halcón que sobrevuela lo poco que hemos ido conquistando, narcotizados por los mensajes que nos lanzan desde los medios, dormidos en el sueño profundo de la democracia. Ellos, los revolucionarios, quieren construirla. A nosotros se nos podría estar escapando ya.
miércoles, 23 de febrero de 2011
domingo, 20 de febrero de 2011
Otra vida en Venecia
Venecia puede ser el mejor lugar para descansar. Eso pensaron muchos cuando la eligieron para hacerlo eternamente y otros tantos que les concedieron su deseo y cumplieron con el ritual. Algún ritual más o menos clandestino.
Cosas que hacer cuando mueras en Venecia...
Como si de las tablas de los mandamientos se tratara, hay un precepto oculto, una serie de decisiones sobre planes que uno desconoce pero está dispuesto a consumar un poco más allá del acá.
En los canales se deja escapar algo de eso que trasciende a la belleza más insoportable. El agua tiene mucho de liberador y libertador del alma, que se escabulle además por las grietas de muros húmedos, oxidados, corrompidos; se filtra en las vetas abiertas de la madera sumergida y se cuela por trampillas en acuático vaivén.
Y renacida en los brillos de cada pequeña cresta de ola puede permanecer, regalarse otra existencia.
Ahora, frente a la cara más prosaica de esta vida, el gobierno de la Serenissima ha decidido convertir esos sueños dorados en tesoro contante y sonante y encauzar las corrientes del deseo hacia otra caja de otros caudales. Ayer las cenizas se esparcían en secreto y los seres queridos, furtivos, partían hacia sus anhelos. El rito carecía de etiqueta y el cortejo se permitía voluble. Hoy la propia ciudad sugiere que lo hagan tras pagar una tasa, bajo el protocolo de una ceremonia instituida, desde el muelle fijado para soltar cabos.
jueves, 17 de febrero de 2011
Cine analgésico
Para saber si una película calma o elimina el dolor, la apatía, o un ataque prolongado de aburrimiento, debemos ponerla a prueba en el momento adecuado.
Vivamos un día tonto. Uno de esos que pasamos sin saber si venimos o vamos, si dormimos o velamos, si pertenecemos a esta dimensión o deberíamos estar en otra aun siendo conscientes de tener un pie interno en ella desde que nos hemos levantado. Vivámoslo a tope aunque parezca imposible. Sólo una recomendación: no nos detengamos a pensar si estamos haciéndolo bien hasta que la evidencia pese lo suficiente como para desplomársenos encima.
El hecho de ir al cine no deberá ser algo planificado. Al menos no por nosotros mismos. Dejemos que otro nos haga la propuesta y digámosle que sí a pesar de no tener el día. Añadamos al conjunto un tiempo frío y lluvioso que no tienda invitación alguna a salir de casa. Hagamos el esfuerzo, claro. Encontrémonos además con alguien a quien le ha ido mal en el trabajo y convirtámonos en un grupo, reducido pero grupo al fin y al cabo. Desplacémonos y entremos a ver la película que decida quien nos ha sugerido la salida.
De hacer el experimento un día como hoy, dicha persona se inclinará por comprar entradas para Primos. ¿Por qué? Se trata de una comedia y percibe que el panorama a su alrededor no está para otra cosa. No sabe si acertará del todo, pero confía en su olfato y asume riesgos sin pestañear.
Un monólogo fantástico abre la sesión y el día tonto va llenándose de risas a medida que el metraje avanza. El guión es divertido a pesar de los dramas que aborda, e incita a una puesta en entredicho de lo que nos pasa (si es que ya habíamos tomado conciencia de nuestro estado). En fin, comparada con ciertas tragedias personales a las que vamos asistiendo se podría decir que vivimos una jornada cualquiera. Nos hacía falta un rato lleno de frescura, talento, miradas entrañables a los veranos de nuestra adolescencia y citas cinéfilas muy ocurrentes. Lo hemos encontrado y nos alegramos de ello.
Agradeceremos este giro en nuestro día desastroso a Daniel Sánchez Arévalo, que ha escrito y dirigido, a los actores y, por supuesto, a quien ha elegido que veamos esta película de entre otras quince posibles. Concluyendo: sí, podríamos hablar de cine analgésico.
Vivamos un día tonto. Uno de esos que pasamos sin saber si venimos o vamos, si dormimos o velamos, si pertenecemos a esta dimensión o deberíamos estar en otra aun siendo conscientes de tener un pie interno en ella desde que nos hemos levantado. Vivámoslo a tope aunque parezca imposible. Sólo una recomendación: no nos detengamos a pensar si estamos haciéndolo bien hasta que la evidencia pese lo suficiente como para desplomársenos encima.
El hecho de ir al cine no deberá ser algo planificado. Al menos no por nosotros mismos. Dejemos que otro nos haga la propuesta y digámosle que sí a pesar de no tener el día. Añadamos al conjunto un tiempo frío y lluvioso que no tienda invitación alguna a salir de casa. Hagamos el esfuerzo, claro. Encontrémonos además con alguien a quien le ha ido mal en el trabajo y convirtámonos en un grupo, reducido pero grupo al fin y al cabo. Desplacémonos y entremos a ver la película que decida quien nos ha sugerido la salida.
De hacer el experimento un día como hoy, dicha persona se inclinará por comprar entradas para Primos. ¿Por qué? Se trata de una comedia y percibe que el panorama a su alrededor no está para otra cosa. No sabe si acertará del todo, pero confía en su olfato y asume riesgos sin pestañear.
Un monólogo fantástico abre la sesión y el día tonto va llenándose de risas a medida que el metraje avanza. El guión es divertido a pesar de los dramas que aborda, e incita a una puesta en entredicho de lo que nos pasa (si es que ya habíamos tomado conciencia de nuestro estado). En fin, comparada con ciertas tragedias personales a las que vamos asistiendo se podría decir que vivimos una jornada cualquiera. Nos hacía falta un rato lleno de frescura, talento, miradas entrañables a los veranos de nuestra adolescencia y citas cinéfilas muy ocurrentes. Lo hemos encontrado y nos alegramos de ello.
Agradeceremos este giro en nuestro día desastroso a Daniel Sánchez Arévalo, que ha escrito y dirigido, a los actores y, por supuesto, a quien ha elegido que veamos esta película de entre otras quince posibles. Concluyendo: sí, podríamos hablar de cine analgésico.
miércoles, 2 de febrero de 2011
Un buen discurso
De transmitir. De eso se trata. Para quien será rey del Reino Unido y de unos cuantos territorios más, la cosa empieza siendo una cuestión de dignidad y de amor propio. Pero acabará siendo algo mucho más serio: este señor deberá transmitir seguridad y confianza, valor y coraje, a toda una nación y sus satélites.
A priori, una historia sobre la intervención de un logopeda en la solución del grave problema de un tartamudo a la hora de hablar en público no parece resultar demasiado atractiva. Sin embargo, El discurso del rey consigue convertir semejante argumento en todo un deleite para quien se sienta a verla. Nos introduce entre los dobleces de la vida privada de la familia real británica en un momento crucial para su devenir y su permanencia. El príncipe Albert, duque de York, Bertie para los amigos, está intentando librarse de su engorrosa tartamudez con la intención de poder salir airoso de algún que otro speech al que su profesión obliga. Pero, ¡oh, carambolas del destino!, parece que nada en los planes de sucesión va a ocurrir como parecía estar previsto. Serán esta circunstancia y otras tantas más personales las que vayan conformando esta magnífica recreación biográfica (desconozco si fiel o no a la realidad).
Partiendo de un guión redondo siempre se tiene mucho ganado. Si a esto se le añade una buena realización y grandes dosis de sentido del humor, digamos que el público estará en tu bolsillo. Tom Hooper dirige con brillantez y los chicos de producción, dueños del mencionado bolsillo, han cuidado todos los detalles al máximo. El resto ya es cosa de los actores... y menuda cosa.
Colin Firth, como príncipe Albert, lo borda. Si es posible, mejor ver esta película en versión original, pues ahí se apreciará el increíble esfuerzo de este actor para reproducir los problemas de dicción de su personaje. Logra darle una tremenda carga humana, de gran complejidad y hondura. También está soberbio Geoffrey Rush quien, como peculiar logopeda, a medida que vaya tratando a Bertie conseguirá ganarse su confianza y romper así la barrera que impide ciertos avances hacia una solución. Es su parte, quizás, la más grande en cuanto a personalidad y calidad humana. ¿Y qué decir de Helena Bonham Carter? Me alegra volver a verla en un papel "normal", después de tantos histriones y extravagancias. Vuelve a parecerse a aquella actriz que trabajaba con James Ivory, aunque esta vez está presente para dar apoyo y mucha sutilidad e ironía en sus intervenciones.
En cuanto a la música, últimamente Alexandre Desplat está en casi todo, aunque siempre en su sitio. Esta vez sus composiciones llegan acompañadas de otras de Beethoven o Mozart, nada menos. La música tiene aquí la función de enfatizar, apoyar en ese camino interior que Bertie tendrá que recorrer, contrayendo una carga muy pesada de responsabilidad, en busca de la autoridad para convencer a su pueblo de que se puede luchar contra el nazismo. En fin, una historia entretenidísima que también trata sobre la amistad y la superación.
A priori, una historia sobre la intervención de un logopeda en la solución del grave problema de un tartamudo a la hora de hablar en público no parece resultar demasiado atractiva. Sin embargo, El discurso del rey consigue convertir semejante argumento en todo un deleite para quien se sienta a verla. Nos introduce entre los dobleces de la vida privada de la familia real británica en un momento crucial para su devenir y su permanencia. El príncipe Albert, duque de York, Bertie para los amigos, está intentando librarse de su engorrosa tartamudez con la intención de poder salir airoso de algún que otro speech al que su profesión obliga. Pero, ¡oh, carambolas del destino!, parece que nada en los planes de sucesión va a ocurrir como parecía estar previsto. Serán esta circunstancia y otras tantas más personales las que vayan conformando esta magnífica recreación biográfica (desconozco si fiel o no a la realidad).
Partiendo de un guión redondo siempre se tiene mucho ganado. Si a esto se le añade una buena realización y grandes dosis de sentido del humor, digamos que el público estará en tu bolsillo. Tom Hooper dirige con brillantez y los chicos de producción, dueños del mencionado bolsillo, han cuidado todos los detalles al máximo. El resto ya es cosa de los actores... y menuda cosa.
Colin Firth, como príncipe Albert, lo borda. Si es posible, mejor ver esta película en versión original, pues ahí se apreciará el increíble esfuerzo de este actor para reproducir los problemas de dicción de su personaje. Logra darle una tremenda carga humana, de gran complejidad y hondura. También está soberbio Geoffrey Rush quien, como peculiar logopeda, a medida que vaya tratando a Bertie conseguirá ganarse su confianza y romper así la barrera que impide ciertos avances hacia una solución. Es su parte, quizás, la más grande en cuanto a personalidad y calidad humana. ¿Y qué decir de Helena Bonham Carter? Me alegra volver a verla en un papel "normal", después de tantos histriones y extravagancias. Vuelve a parecerse a aquella actriz que trabajaba con James Ivory, aunque esta vez está presente para dar apoyo y mucha sutilidad e ironía en sus intervenciones.
En cuanto a la música, últimamente Alexandre Desplat está en casi todo, aunque siempre en su sitio. Esta vez sus composiciones llegan acompañadas de otras de Beethoven o Mozart, nada menos. La música tiene aquí la función de enfatizar, apoyar en ese camino interior que Bertie tendrá que recorrer, contrayendo una carga muy pesada de responsabilidad, en busca de la autoridad para convencer a su pueblo de que se puede luchar contra el nazismo. En fin, una historia entretenidísima que también trata sobre la amistad y la superación.
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