Me fascina saber cómo cada uno se las apaña para tomar sus notas.
Durante muchos años, aquéllas que no debía correr el riesgo de olvidar iban a parar a mi mano. ¡Sí, a mi piel! Como diestro no ambivalente, algo sin remedio ya, mi tatuaje quedaba localizado sobre la base del pulgar de la zona dorsal de la mano izquierda. Aquéllo era mejor que en la palma, pues no podía permitir que el sudor deshiciera el garabato, a pesar de ser perpetrado con tinta difícil de lavar.
Después, cuando tener una cierta edad empezó a conllevar la vergüenza de lucir la mano pintarrajeada, cualquier papelito pasó a ser de lo más socorrido. Un tícket de la compra, el pedazo de una hoja de calendario ya arrancada, la esquinita de una página del periódico ya leído, la solapa del sobre de una carta del banco que iba directo a la basura, un billete de tren usado, o de avión, o de autobús; una entrada de cine... Era toda una alegría (lo sigue siendo) dar con algo similar cuando aprieta la necesidad de apuntar.
Con el tiempo, dado que los papelitos se los lleva el viento tan ligeros como las palabras, o acaban deshechos dentro del bolsillo no revisado de un pantalón echado a lavar u olvidados vaya usté a saber dónde, he terminado sospechando que las libretas están para algo.
Y aquí llega el dilema: ¿llevar una siempre encima o esperar a llegar a casa para volcar en ella todo lo anotado en esos utilísimos papelitos? Los lomos de las libretas tradicionales son rígidos, a veces incómodos a la hora de guardarlas. Las espirales y canutillos abultan más de la cuenta, se enganchan en las costuras de la ropa y se clavan en el cuerpo. Las que van pegadas en por la parte superior son incómodas a la hora de pasar las páginas: obligan a cuidarse de que éstas se le echen a uno encima mientras escribe.
Llevo tiempo fijándome en cómo cada cual hace lo propio con sus apuntes... ¡Voy tomando
nota de todo!
Durante muchos años, aquéllas que no debía correr el riesgo de olvidar iban a parar a mi mano. ¡Sí, a mi piel! Como diestro no ambivalente, algo sin remedio ya, mi tatuaje quedaba localizado sobre la base del pulgar de la zona dorsal de la mano izquierda. Aquéllo era mejor que en la palma, pues no podía permitir que el sudor deshiciera el garabato, a pesar de ser perpetrado con tinta difícil de lavar.
Después, cuando tener una cierta edad empezó a conllevar la vergüenza de lucir la mano pintarrajeada, cualquier papelito pasó a ser de lo más socorrido. Un tícket de la compra, el pedazo de una hoja de calendario ya arrancada, la esquinita de una página del periódico ya leído, la solapa del sobre de una carta del banco que iba directo a la basura, un billete de tren usado, o de avión, o de autobús; una entrada de cine... Era toda una alegría (lo sigue siendo) dar con algo similar cuando aprieta la necesidad de apuntar.
Con el tiempo, dado que los papelitos se los lleva el viento tan ligeros como las palabras, o acaban deshechos dentro del bolsillo no revisado de un pantalón echado a lavar u olvidados vaya usté a saber dónde, he terminado sospechando que las libretas están para algo.
Y aquí llega el dilema: ¿llevar una siempre encima o esperar a llegar a casa para volcar en ella todo lo anotado en esos utilísimos papelitos? Los lomos de las libretas tradicionales son rígidos, a veces incómodos a la hora de guardarlas. Las espirales y canutillos abultan más de la cuenta, se enganchan en las costuras de la ropa y se clavan en el cuerpo. Las que van pegadas en por la parte superior son incómodas a la hora de pasar las páginas: obligan a cuidarse de que éstas se le echen a uno encima mientras escribe.
Llevo tiempo fijándome en cómo cada cual hace lo propio con sus apuntes... ¡Voy tomando
nota de todo!