'Este niño tiene el pelo ceniza'. Las peluqueras de mi madre se llamaban Mari y Sabi, y ese era el color que le adjudicaban a mi cabello. Su peluquería estaba en la primera planta de una casa baja de nuestro barrio. Estuve allí muchas veces, acompañando necesariamente a mi madre, que me llevaba de la mano a todas partes.
Era un lugar curioso, cargado de olores únicos, singulares, algunos atrayentes y otros muy fuertes, como los de los tintes. Las peluqueras usaban un cubilete de plástico del que iban extrayendo con una brocha aquella sustancia para aplicarla sobre la melena de las clientas. Me divertía verlas con el pelo mojado, peinado sobre la cara, con unas marcianas capas de tela de forro en tonos rosa o azul por encima de los hombros.
Pero a veces me tocaba que me cortaran el pelo también a mí. ¡Era un martirio! Hasta que llegaba el momento de pasar a la tijera utilizaban una navaja con peine con la que, a tirones, iban rasgando mechón tras mechón. Aquello sonaba como cuando se raja un pedazo de trapo estirajándolo a golpes secos. Mis rizos iban cayendo al suelo, amontonándose unos sobre otros. Y yo acumulaba tensión y suplicio...
Pero no todo era desagradable en aquella peluquería. Un día sentí una enorme paz al observar a una señora que, bajo un secador, toda cercada de rulos, se estaba comiendo un bocadillo. Recuerdo el tremendo apetito con que la mujer se nutría y el ruido que hacía al remangar el plástico transparente con el que estaba envuelto el bocata. Debía de ser de jamón de york, o de chopped, y no negaré que deseaba estar comiéndomelo yo en vez de ella. Pero, sobre todo, lo que nunca he olvidado es la sensación plácida que aquella escena me transmitió.
Hace décadas que no me veo obligado a acompañar a mi madre a la peluquería. También hace muchos años que nadie ha empleado navaja para cortarme de pelo, lo cual agradezco infinitamente. En fin, no quisiera engañarme, pero, de seguir siendo así, hoy mis mechones ceniza ya no caerían al suelo abundantes como antaño.
Era un lugar curioso, cargado de olores únicos, singulares, algunos atrayentes y otros muy fuertes, como los de los tintes. Las peluqueras usaban un cubilete de plástico del que iban extrayendo con una brocha aquella sustancia para aplicarla sobre la melena de las clientas. Me divertía verlas con el pelo mojado, peinado sobre la cara, con unas marcianas capas de tela de forro en tonos rosa o azul por encima de los hombros.
Pero a veces me tocaba que me cortaran el pelo también a mí. ¡Era un martirio! Hasta que llegaba el momento de pasar a la tijera utilizaban una navaja con peine con la que, a tirones, iban rasgando mechón tras mechón. Aquello sonaba como cuando se raja un pedazo de trapo estirajándolo a golpes secos. Mis rizos iban cayendo al suelo, amontonándose unos sobre otros. Y yo acumulaba tensión y suplicio...
Pero no todo era desagradable en aquella peluquería. Un día sentí una enorme paz al observar a una señora que, bajo un secador, toda cercada de rulos, se estaba comiendo un bocadillo. Recuerdo el tremendo apetito con que la mujer se nutría y el ruido que hacía al remangar el plástico transparente con el que estaba envuelto el bocata. Debía de ser de jamón de york, o de chopped, y no negaré que deseaba estar comiéndomelo yo en vez de ella. Pero, sobre todo, lo que nunca he olvidado es la sensación plácida que aquella escena me transmitió.
Hace décadas que no me veo obligado a acompañar a mi madre a la peluquería. También hace muchos años que nadie ha empleado navaja para cortarme de pelo, lo cual agradezco infinitamente. En fin, no quisiera engañarme, pero, de seguir siendo así, hoy mis mechones ceniza ya no caerían al suelo abundantes como antaño.