Es una gran suerte tener citas frecuentes con todo lo que Ana Alcolea va publicando. Y poder sentirse afortunado de vez en cuando ya es mucho. Estas semanas he leído tres de sus últimas novelas juveniles –me temo que los libros hay que encuadrarlos dentro de algún género, graduarlos por edades, hacer de ellos un objeto accesible en algunos sentidos, aunque ante muchas novelas de las calificadas como “juveniles” no puedo evitar preguntarme qué es entonces una novela “adulta”–. Es un placer reencontrarse con ciertas constantes y detalles que desde la primera novela de Ana han vinculado a sus lectores con el territorio más sensible y emotivo de su oficio creador.
Los cuentos de Amelia son historias fantásticas universales que transmiten ternura y atraen la ingenuidad y esa curiosidad incontenible de los niños. Y no sólo la de ellos. Fuera del contexto de las vivencias del día a día es mucho más fácil dejarse sorprender y la fantasía nace de los actos más insospechados. Está, por ejemplo, en el placer de las pequeñas cosas, en el hallazgo de objetos aparentemente cotidianos, en la comida incluso. Es un mensaje que la autora nos hace llegar desde todos sus libros. La exquisitez se encuentra en lo más usual también. Sólo tenemos que hacer un pequeño esfuerzo y buscarla.
El bosque de los árboles muertos es el reencuentro con Espacio Abierto, la colección de Anaya en la que Ana Alcolea tomó la alternativa como escritora. Esta vez se aleja de la narración en primera persona que utilizó en las obras que forman la que yo llamo “Trilogía del jarabe de rosas” –El medallón perdido, El retrato de Carlota y Donde aprenden a volar las gaviotas–. Al igual que esas tres primeras novelas, este es un relato de iniciación en muchos sentidos y una delicia como historia con enigma. Un misterio enclavado en un castillo escocés, fantasmas con intenciones reveladoras y la emotividad, presente siempre. Y presentes también están las guerras, “hechas de agujeros”, como en ocasiones le decía su abuela a Beatriz, la protagonista.
Sus libros siempre nos llevan de viaje. Nos ha conducido hacia algún lugar de África, a Noruega, a Escocia, a la ciudad de Venecia. Excepcionalmente nos deja un poco más cerca, haciéndome volver durante varios ratos a la Andalucía que comencé a añorar incluso antes de abandonarla las pasadas vacaciones. En Cuentos de la abuela Amelia –en Edelvives–, nos sitúa en un pueblo sevillano donde una abuela narra a su nieta una serie de historias con las que consigue enviarla –y enviarnos nuevamente– a lugares lejanos, a otras épocas. Es la suya una mente que viaja y con ello demuestra que sigue en su sitio, dentro de una cabeza bien puesta.
Los cuentos de Amelia son historias fantásticas universales que transmiten ternura y atraen la ingenuidad y esa curiosidad incontenible de los niños. Y no sólo la de ellos. Fuera del contexto de las vivencias del día a día es mucho más fácil dejarse sorprender y la fantasía nace de los actos más insospechados. Está, por ejemplo, en el placer de las pequeñas cosas, en el hallazgo de objetos aparentemente cotidianos, en la comida incluso. Es un mensaje que la autora nos hace llegar desde todos sus libros. La exquisitez se encuentra en lo más usual también. Sólo tenemos que hacer un pequeño esfuerzo y buscarla.
El bosque de los árboles muertos es el reencuentro con Espacio Abierto, la colección de Anaya en la que Ana Alcolea tomó la alternativa como escritora. Esta vez se aleja de la narración en primera persona que utilizó en las obras que forman la que yo llamo “Trilogía del jarabe de rosas” –El medallón perdido, El retrato de Carlota y Donde aprenden a volar las gaviotas–. Al igual que esas tres primeras novelas, este es un relato de iniciación en muchos sentidos y una delicia como historia con enigma. Un misterio enclavado en un castillo escocés, fantasmas con intenciones reveladoras y la emotividad, presente siempre. Y presentes también están las guerras, “hechas de agujeros”, como en ocasiones le decía su abuela a Beatriz, la protagonista.
“Cuando uno va a la guerra muere muchas veces”. Esta frase de El vuelo de las luciérnagas (editorial San Pablo) hace referencia a una guerra distinta de las citadas en la novela anterior pero llena de la misma crueldad. La narración es, sin embargo, una colección de momentos alegres y situaciones que llevan a comprender el porqué de muchas cosas. Una reunión familiar servirá para desvelar ciertos secretos ocultos en una cueva, revelar otros tantos que brindan unos hechos acaecidos en el pasado y propiciar hermosos reencuentros. Como las anteriores, es una historia que invita a recuperar la memoria, aventurarse a indagar en el recuerdo y tratar de conocer a través de éste algo más sobre nosotros mismos.