viernes, 28 de noviembre de 2008

Ya sé que hace frío

Cuando el frío arrecia los informativos abundan en lo mismo de siempre. Son los "directos del frío", recreándose una y otra vez en todo eso que ya sabemos porque nos lo han contado tantas veces... y, ¡qué leche!, porque lo experimentamos en nuestras carnes cuando salimos a la calle.

Ahora se lleva hablar de la sensación térmica. Queda muy bien en cámara y le da a la crónica un toque científico al que casi ningún redactor se resiste. Así que éste nos pide imaginar que, aunque el termómetro diga que los grados son tres, él/ella está sufriendo una cuasicongelación de gravedad extrema porque el viento cruel hace que la temperatura baje hasta el subsuelo.

Después nos dice que va a helar, que nevará incluso, que las máquinas quitanieves trabajarán a destajo y que los almacenes de los ayuntamientos ya están repletos de sal para esparcirla por las carreteras.

¿Y si nos quedásemos atrapados dentro de nuestro vehículo? Pues prevengamos pasarlo mal yendo bien abrigados, tengamos nuestro móvil a tope de carga, las cadenas, mejor saber ponerlas,... y todo eso. Ojalá pudiésemos llevar dentro del coche una máquina de café, té y sopitas calientes. Eso sería el colmo de la prevención.

Cuando muchas cosas no parecen ser noticia, o no interesa que lo sean, lo mejor es rellenar con estos contenidos tan socorridos. Cómo nos encanta ver a los redactores perfectamente enguantados, sosteniendo su micrófono escarchado, con bufandas hasta las orejas, gorros cegadores, narices con sabañones y ese vaho que mana de entre el castañetear de sus dientes.

Estoy deseando que llegue el verano y empiecen los "directos del calor".

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Buscando

Buscar piso tiene algo de proyección sobre el futuro. Cuando visitamos esos trozos de suelo suspendidos en el aire nuestra mente tiende a salir volando y se precipita desde esas plataformas de ladrillos con puertas y ventanas.

Contenedores de aire y de cosas entre las que querremos estar. Nuestra vida en un futuro próximo podría desarrollarse en ellos y paseamos a través de sus estancias para vernos haciendo todo lo que haríamos el día de mañana. Atraemos las imágenes de lo que podría ser, de cómo todo eso podría llegar a ser. Hay una memoria espontánea que actúa desde lo más secreto de la conciencia, que comienza a obrar trayendo al presente todo tipo de situaciones no vividas, sensaciones no sentidas, acciones no hechas. Ni tan siquiera olvidadas aun.

Nuestra imaginación reconstruye lo que está por llegar, como si en algún lugar del deseo esos acontecimientos ya hubieran tenido lugar. Los positivos.

Los negativos nos asaltan cuando nos disgusta algo de esos espacios en los que viviremos tal vez. "Olvida los muebles, la pintura, los pavimentos... eso siempre se puede cambiar. Céntrate en los espacios nada más." Y uno intenta situar ahí la escena feliz, ésa por la que siente predilección cada vez que se pone a fantasear, pero no le sale. Algo bloquea ese recuerdo de lo ilusorio y cuando eso sucede lo mejor es aterrizar. Cuando lo ideal no tiene cabida ni siquiera en el simulacro, quizás es mejor echar la llave...

...y seguir buscando.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Cazorla

Fin de semana de intensas pateadas, de hacer de piernas corazón. Magnífico destino el pueblo de Cazorla, enclavado entre peñas y vastos olivares. Dicen que la Sierra de Cazorla es la más extensa de España y la segunda más larga de Europa. Habría sido un placer tener más tiempo para seguir descubriendo muchos otros de sus rincones. Aun así, nos ha cundido tanto como para llegar a recorrer unos treinta kilómetros a golpe de bomba de sangre, abriendo bien los pulmones.

Hoy me visitan las agujetas, que no serán tan punzantes gracias al placer del recuerdo de esas magníficas visiones. Ascender para después descender con el alma llena de imágenes hermosas.

La primera subida, desde el mismo centro del pueblo, resultó ser el tramo más difícil de todos. El guía impuso un ritmo que nadie se atrevió a frenar -al urbanita le cuesta reconocerse más torpe que el lugareño y prefiere una buena pájara al menoscabo de su orgullo-. Por fin llegamos al primer mirador, terraza sobre la que fue vital tomar la decisión de aminorar el paso. A partir de allí todo resultó más leve, menos pindio -como dirían en mis añoradas montañas cántabras-, y pasamos a preocuparnos menos por nuestras piernas y más por el paisaje, que acaba siempre acompañando al espíritu en forma de luz y de viento.

Qué placer poder oír el sonido de las hojas de los árboles al caer. En la ciudad también suenan pero nadie se molesta en escuchar. A veces el ruido lo enmascara todo. Qué gusto mirar al cielo y ver los buitres leonados y algún águila planeando en busca de comida, o bajar la vista y reconocer un grupo de ciervos que, en su ruta, se dirigen hacia el paso natural entre dos picos. O sorprender a un muflón que nos observa con escepticismo y con la seguridad de saberse a salvo entre el follaje. Incluso encontrar en el Pico de los Halcones algún fósil lleno de formas que alguna vez fueron seres, estuvieron vivos; o leer en la espectacular Cerrada del Utrero las palabras que el agua del Guadalquivir ha escrito sobre la superficie de la roca.

Tierras que, hasta la desamortización del XIX, pertenecieron durante muchos siglos a Toledo. El propio Cardenal Cisneros, vecino de Alcalá, tuvo bastante que ver con Cazorla. Era ya Arzobispo de Toledo y, por tanto, dueño y señor de este pueblo, cuando decidió permanecer dedicado al estudio y nombrar un Adelantado. Él se lo perdió. No quiso dejarse caer por aquel pueblo que tanto costó a los cristianos defender de los musulmanes, quienes, por otra parte, tanto bien hicieron en muchos sentidos. Los guías de montaña no sólo conocen al dedillo cómo llevarte por los caminos. También te hablan de Historia. Y te cuentan historias.

Y vuelta a casa, pasando por Úbeda y su espléndido casco histórico, que estos días exhibe pendones anunciando su Festival de Música Antigua, compartido con Baeza. Como tantas otras cosas.

martes, 18 de noviembre de 2008

El Oxford escogido

Anoche "Madrileños por el mundo" (MXM) dedicó su espacio a Oxford. Al igual que con otros destinos, varias personas de Madrid y aledaños llevan equis tiempo viviendo por allí y Telemadrid nos lo muestra. El programa es excelente, una de las pocas cosas que hoy merecen la pena cuando uno se propone pasar un rato frente a la tele. Ya se emiten varias versiones del mismo en las autonómicas de otras comunidades y no dudo que estén triunfando.

Hace ocho años yo también pasé en el viejo Oxon una temporada. Fueron casi seis meses de los que guardo muy buenos recuerdos. Great remembrances! Me marché con la intención de mejorar mi inglés, con la espinita de no haber hecho un Erasmus durante mis estudios universitarios clavada aún. Creo que cumplí con mi objetivo, aunque con los idiomas nunca se acaba -por favor, que nunca se acabe, y menos con el castellano-. Fue en el 2000 y no he vuelto desde entonces aunque últimamente, por varias razones, tengo todo aquello bastante presente.

Entiendo que el programa se propone mostrarnos cómo viven todos esos madrileños por allí. Cada uno lleva la vida que lleva y, dentro del mosaico que construyen, todo es arbitrario. Es evidente que no se nos muestra mucho de lo que nos gustaría ver de esta o de otras ciudades. Una gran pega: eché de menos el sol. Cuesta creerlo, pero también sale en Inglaterra. Aquel año que fui vecino de sus vecinos -aunque me negase al pago de una parte de la Council Tax que mi landlord insinuó que tendría que apoquinar- pude disfrutar de los meses más cálidos en esa ciudad.

Cuando llegué me dijeron que me había librado de uno de los inviernos más fríos que se recordaban por allá. No me libré, sin embargo, de pasar frío y humedades cuando me movía en bici. De eso no se libra nadie una buena parte del año -ni siquiera los viejos profesores de aquellos colleges, paseando en equilibrio inestable sobre sus bicicletas de manillares rectos-. Lo cierto es que recuerdo otro colorido en las calles y en el cielo. El Oxford de la pantalla era anoche más gris y oscuro que el que conocí.

Esperaba encontrar algunos lugares. Por ejemplo, no apareció el Sheldonian Theatre; no se oían los ecos de ninguno de los pasajes del Carmina Burana a cuya interpretación pude asistir una noche. Era la primera vez que lo escuchaba en directo y me lamenté de no haber estado más relajado para haberlo disfrutado más. Al principio tuve mala suerte con el alojamiento y pasé muchos días buscando casa. Aquella mañana me había trasladado al que fue mi hogar definitivo durante esos meses. El caso es que no estaba seguro de haber tomado una buena decisión y me rondaban dudas de todo tipo.

Tampoco anoche nos llevaron a The Trout, un magnífico pub alejado del centro, a las orillas del Támesis. Me llevaron Adrienne y su novio Colin. Se portaron muy bien conmigo y siempre les estaré agradecido por muchas cosas. Pasamos un día estupendo y comimos muy bien. Recuerdo el dintel de una de las puertas interiores del local, más baja de lo normal, sobre cuya viga de madera avisaban con un cartelito de que te agachases para no tener que quejarte después. Duck or grouse. El que avisa no es traidor.

Y eché de menos muchas otras cosas. Podrían hacerse cientos, qué digo, miles de programas de MXM sin salir del mismo enclave.

lunes, 17 de noviembre de 2008

Todo tipo de señales

Y sigo sorprendiéndome cuando encuentro cosas dentro de los libros. Dejadas u olvidadas, da lo mismo. El caso es que aparezcan mientras los hojeo en un primer vistazo o durante su lectura. Es raro que esto pase cuando son nuevos, recién llegados de la librería, recién desenvueltos cuando alguien te los regala. En ese caso el regalo es el olor que desprenden sus páginas intactas: el perfume de la novedad. Sólo de un libro usado cabe esperar que guarde algo. Como cuando el volumen proviene de una biblioteca, o te lo presta un amigo, o sale de una estantería de casa tras haberlo utilizado alguien más. Quizás uno mismo.

Folletos con ofertas de productos que hoy ni siquiera se fabrican, tickets de compra -cosas pagadas en pesetas, o en liras italianas-, un carnet de un videoclub ya caducado, un cromo de una colección de una serie de televisión -debía ser "repe"-, la foto de un grupo de compañeros de facultad -nos la hicimos en los servicios y en su reverso encuentro dedicatorias de lo más escatológicas-, una postal de un lugar en el que nunca he estado -me da pudor leer una postal ajena, pero lo venzo siempre-, una lista de la compra, un marcapáginas promocional de uno de los lanzamientos de alguna gran editorial, el recorte de una página de un periódico -la noticia tenía que ver con uno de esos "días sin humos" con los que nadie se compromete nunca-, un boletín de notas -en realidad, una papeleta de notas de la universidad-, un billete de tren -de la red de cercanías de Madrid, estampado con una decoración especial con motivos navideños-, la breve vida laboral de un joven urbanita -no entiendo cómo esos documentos se dejan olvidados tan fácilmente-, un calendario de cartera en el que me da por mirar en qué día cayó mi cumpleaños hace unos cinco años -llevo unos cuantos en los que ha sido laborable-.

Muchas de esas señales me transportan hacia otros lugares y situaciones, hacia las vidas de otras personas desconocidas para quienes construyo durante unos segundos una existencia paralela. Reconstruyo lo que no sé si alguna vez se construyó. Y ellos nunca lo sabrán, pero acaban viviendo desdoblados en el espacio y en el tiempo, recuperando incluso alguno de los objetos que dejaron encerrados en un libro.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Alcine 38

Cada año procuro cumplir con mi cita con el cine en Alcalá. Debo llevar unos quince años inscribiéndome como jurado del público y, salvo dos o tres años que por razones laborales de todo tipo no he podido asistir, el resto de las veces intento ver cuanto más mejor.

Las películas de la sección Pantalla Abierta han tenido un nivel muy alto. Otros años la selección ha sido más desigual, pero en esta edición todas han estado prácticamente a la misma altura. De entre ellas destacaría La zona, de Rodrigo Plá, uruguayo que ha querido situar la acción en una urbanización de México rodeada por un muro de hormigón. Cuenta una historia en la que son clave la corrupción y una justicia muy particular nacida del puro miedo de los moradores de ese reducto dentro de una gran ciudad.

También hemos podido ver Los cronocrímenes, de Nacho Vigalondo, que resulta ser un entretenidísimo experimento tramado con almohadilla y bolillos de los de hacer encaje. Habrá quien piense que es serie B, pero a mí no me lo parece. Karra Elejalde mantiene en pie un estupendo guión rodado con muchísimo oficio a pesar de su tremenda dificultad. Y la misma tarde proyectaron Tres días, una producción andaluza cien por cien. La dirigió Francisco Javier Gutiérrez y tiene una factura muy estadounidense. Algo tendrán que ver en eso Antonio Banderas y su productora. ¿Qué haríamos si sólo quedasen tres días antes de que un meteorito destruyese el planeta? Que cada uno piense lo que más le apetezca hacer durante 72 horas. Una alegría ver a Víctor Clavijo en su interpretación más lograda.

Otra película con muchas estrellas es Yo, de Rafa Cortés. Es otra narración difícil en la que entramos en los problemas que un alemán recién llegado a Mallorca trata de resolver para sentirse integrado. Otro magnífico trabajo de Alex Brendemühl, que ya protagonizó también la estupenda Las horas del día, de Jaime Rosales. En Yo tenemos un ambiente opresivo y una atmósfera cerrada que contrastan con la luz y la apertura de la isla balear. De alguna forma asistimos al debate interior de Hans, el alemán, que acaba enfrentándose a sí mismo.

Además hemos podido ver variados cortos de origen europeo. Ha habido de todo, como en botica. En general, ojalá se mantenga este nivel en posteriores ediciones de Alcine.

sábado, 15 de noviembre de 2008

Más señales entre páginas

En el libro de Adolfo Bioy Casares encuentro una tarjeta de embarque. El libro sirvió de entretenimiento durante un vuelo Madrid-Bruselas, concretamente el de Vueling VY6064 del 15 de marzo cuya salida estaba prevista para las 13:10. Mi desconocido, llamado ALONSO.../JA, acabó sentado en el 25C de la cabina de pasajeros (no referiré aquí las estrecheces que todos sufrimos en ellas, voluntariamente, desde luego, en mi caso en los últimos cuatro vuelos). Embarcó a partir de las 12:40.

Entre sus cosas llevaba este libro que hoy leo. En su ficha de la biblioteca confirmo que el señor Alonso tuvo como fecha límite para devolverlo hasta el pasado 26 de marzo de 2008. Hallo esta tarjeta de embarque entre las páginas 128 y 129. El libro, en esta edición de Destino de 2006, cuenta con un total de 219. Sospecho que mi desconocido la usó como marca de lectura y, si hoy la encuentro en ese punto, me temo que debió quedarse ahí, sin acabar de leer. No lo terminó.

¿No le gustaría? ¿Le aburriría? ¿No tuvo tiempo para acabarlo y lo devolvió sin más? ¿Debería yo utilizar también ese trozo de papel con banda magnética del que él se sirvió para saber por dónde voy dentro de este Plan de evasión? Tendría presente así que alguién lo llevó consigo sobre las nubes...

viernes, 14 de noviembre de 2008

Señales entre páginas

Cojo dos libros de la biblioteca. Me gusta pasear en busca de autores que no conozco y extraer de las estanterías esos volúmenes que suelen contener sorpresas muy gratas. Hoy, en cambio, me decanto por nombres ya conocidos: Fotocopias, de John Berger y la novela Plan de evasión, de Bioy Casares. El primero es un conjunto de breves frescos de la vida cotidiana del autor, plasmados como encuentros y vivencias junto a todo tipo de personas. Curioso. El otro aun no lo he empezado.

Ya en casa los hojeo y encuentro en ambos algún secreto. Dentro de Fotocopias aparecen unas hojas secas, que a punto han estado de deslizarse e irse volando. El libro tiene, como dicen los de Círculo de Lectores, "cinta de punto de lectura", por lo que entiendo que las hojas no sirvieron de marca. Entonces, ¿alguien las dejó entre las páginas de un libro de una biblioteca, para qué? ¿Ponerlas a secar y no ver cuál es el resultado?

Son tres hojas pequeñas. La mayor de ellas tiene el ancho de siete líneas del texto del propio libro. Las encuentro pegadas unas a las otras, como construyendo una flor plana que se hubiera formado casualmente, de un rojo oscuro y apagado. Casual es que me las encuentre, o quizás no tanto.

Alguien va dejando señales dentro de los libros. Quizás sean mensajes cifrados que alguien algún día recogerá. Reviso la ficha en la que el personal de la biblioteca estampa un sello con la fecha tope para devolver el libro. Hace dos años que nadie más lo había tomado prestado. 29 NOV 2006.

Las hojas, ahora casi transparentes, se secaron hace mucho tiempo.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

La docena

Fue el otro día. Tras oír mis propias palabras reverberando dentro del hueco de la nevera, corro a la tienda. Lleno una bolsa de cosas que, aunque sé que no llenarán del todo ese vacío, sí harán lo propio en el de un par de estómagos.

Dispongo en dicha bolsa la docena de huevos sobre todo lo otro (su base de cartón y sus plásticos -tapa y envolvente- nunca garantizan que éstos lleguen enteros a ningún lugar). Por la calle mi brazo amortigua cada paso, cada zancada, cada leve salto. La misión requiere poner todas las almohadillas, cojinetes y demás mecanismos del físico propio al servicio de la integridad de los doce.

Consigo que completen la excursión sin daños aparentes. La operación de trasvase hasta las hueveras del frigorífico ha requerido siempre de concentración plena. Nunca es posible pensar en nada más, excepto cuando al sacar del cartón el primero de los doce advierto que... ¡está vacío! Sólo encuentro una cáscara en cuyo interior se realimentan los ecos de mi blanca y diáfana nevera. Me deshago de la cáscara sin plantearme si surgió así de hueca del culo de la gallina o si debo reservarla para decorarla con mis témperas escolares cuando llegue la Pascua.

Sigo con la tarea y descubro -manda huevos- que dos más vuelven a escaparse de la definición más exacta de cigoto o similar. Sus cáscaras están agrietadas: sospecho que no encierran con garantías todo eso que debería haber llegado a ser un pollo y que yo sólo concibo como mera comida. "Evitemos la salmonela"... y los envío al cubo de la basura a hacer carambola contra su primo hermano hueco.

Consigo acomodar con éxito los restantes. Éxito efímero. Al rato acudo a abrir la nevera a oscuras, extraigo de ella no recuerdo qué y cuando voy a cerrarla me doy un coscorrón contra la puerta-albergue de mis nueve proyectos de "algo" comestible. Cinco saltan del soporte en el mismo instante en que un chichón empieza a aflorar en mi frente y engorda con forma y volumen copiados de cualquiera de ellos, estrellados ya sin remedio.

¡Eso es! ¡Estrellados! Acabo preparándolos así. Hago en aceite unas patatas a las que añado, también frito, lo que ha quedado de la docena. Con dos pares.