viernes, 31 de octubre de 2008

Noche de ánimas

Es víspera de Todos los Santos y doña Emilia recuerda a sus muertos. No es que esta noche les recuerde más que otros días, pero la tradición manda. ¿Qué pensarían si supiesen que nadie les está mentando cuando todos deben hacer lo propio con sus respectivos? A ella le gusta cumplir con todos y dedica una oración por cada una de sus almas. Una para don Sisenando, otra para el padre Ramón, otra para tía Ricarda y tía Antonia, que les encantaba ir del brazo a todas partes; más rezos para su sobrinita Andrea y también para sus cuatro abuelos, de quienes apenas ya dibuja sus rostros. Si alguno de ellos hubiese quedado atrapado en el purgatorio doña Emilia querría sacarlo de allí a toda costa. "Es mejor alcanzar la luz eterna que vagar sin hallar camino ni lugar", piensa.

Hoy en su pueblo gallego se cuecen castañas con anís. Dicen que se hace para que las ánimas del purgatorio y otros espectros se alimenten. A doña Emilia le da repelús sólo pensarlo y la recorre todo el cuerpo una sensación entre el escalofrío y las fiebres de encamarse. Por eso procura apartarse del caldero humeante e ir encendiendo una a una las velitas que después echará a flotar dentro de cuencos de agua y aceite. Se distrae así de la idea de que los fantasmas tienden una mano para atrapar la comida desde el otro lado. Más agradable es centrarse en la certeza de que las velas acabarán consumiéndose: cuando la mecha ahogada en cera líquida exhale su adiós, será el momento en que un ánima del purgatorio ha alcanzado por fin la luz. Doña Emilia nunca sabrá quién o quiénes de los suyos ha completado su viaje, aunque albergará la esperanza de haber ayudado a guiar sus pasos con las llamas que ha prendido.

Cae la noche y se reúne con sus vecinos para contar historias en las que los vivos y los muertos conviven como si tal cosa. Quizás con esos relatos ayudan a que algunas ánimas pasen al más allá. O tal vez las estén alejando aún más de la vida. Doña Emilia no quisiera vérselas con ninguna de ellas, al menos por ahora. Sólo querrá compartir su ración de castañas cocidas con anís cuando no tenga más remedio que echarse a descansar eternamente.

lunes, 27 de octubre de 2008

La parada del 137

Hablo brevemente con una señora que espera el 137. Ha anochecido y aunque no es tarde ha decidido evitar el paseo hacia casa a oscuras.
-No vivo muy lejos, pero con tan poca luz no sabré por dónde voy si tengo que echar a correr... y no puedo permitirme una lesión.
No creo que mi compañera de marquesina tenga más de setenta años. Intuyo su agilidad física y compruebo la mental. Su color de voz es el de una chiquilla con ganas de atrapar todas las cosas que la vida le regalará. Con tiempo todo es posible. En sus ojos una chispa de ilusión y una sonrisa.
-Y como ahora paga el ayuntamiento...
-La verdad es que esa es una ventaja que tienen ustedes.
-No es que el bono me salga gratis, pero me cuesta menos. No se crea que nos dan tanto, que aparte del transporte y la botica...
-Tiene usted razón. Deberían ofrecerles más.
-Aunque sea poco yo lo aprovecho. Ahora me monto y por lo menos evito cualquier mal.
Se fija en las luces de los vehículos que se acercan hacia nosotros. Uno de ellos es un autobús, pero no es el 137.
-Vivo con mi hija, ¿sabe? Por la tarde ella se queda con las niñas y yo me escapo a dar un paseo. Todavía hace bueno, así que aprovecho mi rato libre -dice mientras sigue escudriñando el tráfico de la calle-. El resto del día tengo que estar para todo. Los demás trabajan y tengo que ocuparme de las cosas.
Asiento y me pongo en situación. Parece contenta aunque percibo en sus palabras algo de resignación.
-Ahora trae más cuenta coger el autobús. Si a mí me pasara algo no sé cómo nos íbamos a apañar. Yo soy quien cuida de todos, pero nadie puede cuidar de mí.

El 137 abre sus puertas a la vez que bascula su peso hacia la acera para hacer más sencillo el acceso a su nueva pasajera. "Hasta otro rato, majo". Cuando se marcha yo sigo esperando. Me alegra que mi recién conocida piense en su familia y se cuide con tal de seguir disponible para ellos. "Yo soy quien cuida de todos, pero nadie puede cuidar de mí". Disponible para todo, sí. Sabe que está siendo altruista y desinteresada, también. Es consciente de que si ella necesitase ayuda no encontraría la misma disponibilidad por parte de los demás. Seguramente no se lo plantea a menudo, aunque lo verbaliza de forma espontánea. Se mezclan en sus quehaceres la rutina, el amor familiar y la necesidad. Ese es el tan habitual "qué remedio".

Hay situaciones ante las que es mejor no plantearse qué puede pasar. Hay personas que siguen con su generosa rutina aun a sabiendas de que si ésta cambia nadie podrá entregarles una rutina similar.

sábado, 25 de octubre de 2008

Una hora más

Mañana tendremos una hora más. Es oficial. Lo dicen el BOE y una directiva del Parlamento Europeo y del Consejo de la Unión. Casi nada.

En marzo nos la quitarán, ya se sabe, para compensar. Pero por el momento es nuestra y podemos hacer con ella lo que nos venga en gana. Habrá quienes la pierdan, como pierden el resto del tiempo. Otros la añadirán a su saldo de horas de sueño, para dormirla o velarla, como cada cual prefiera.

Lo mejor es aprovecharla de día y llenarla de lo que nos apetezca. Sólo en el momento que retrasemos el reloj seremos conscientes de que la hemos ganado. Qué gusto ir por la casa empujando agujas hacia atrás y pulsando botones para retroceder un dígito en una pantalla. Es la ilusión de manejar el tiempo con nuestros propios dedos. ¡Ser los amos del tiempo!

¿Qué cabe en una hora de ese tiempo? Un paseo bajo el sol, o bajo la lluvia. Un café en buena compañía. Unos capítulos de lectura. Unas líneas de escritura. Una visita de las que no cansan. Un disco lleno de sonidos hermosos. Un juego de estrategia. Un juego de estratégicos besos y caricias. Tres mil pasos de baile. Un puñado de setas bien buscadas. Un vuelo de bajo coste. Una sesión de cortos. Un par de platos de comida deliciosa. Y el postre. Unos cuantos largos en la piscina. Horas y horas de viaje recogidas en un álbum... y una hora para verlo.

Todo eso. Algo de eso. Lo que se pueda. ¡Lo que se quiera!

martes, 21 de octubre de 2008

Herramienta multiusos

Una cadena alemana de supermercados oferta algo que siempre me llamó la atención: una de esas navajas que vienen acompañadas de un sinfín de útiles desplegables en abanico. Más de una vez estuve tentado de hacerme con una parecida a esta que, siendo alemana, debe tener precisión milimétrica. El objeto en sí mismo es fascinante y llevarlo encima puede que le dé a uno toda la seguridad del mundo. Cualquier necesidad quedaría satisfecha con sólo sacarla del bolsillo. Así de sencillo y socorrido.

¿Cualquier cosa? ¿Seguro?

¿Y si necesito un abrazo? ¿Podría sacar de entre todos sus recursos esos brazos y la fuerza calurosa que me conforte? Podría querer un buen consejo. ¿Surgiría del manojo una voz sabia? ¿Y una sonrisa? ¿Una herramienta de ésas sería capaz de esbozarla para mí?

Pensemos que sí. Que todo lo que imaginamos es posible. Que en un bolsillo caben esos brazos firmes y tiernos a la vez, esa voz hecha de las palabras precisas y ese gesto afable al que devuelvo otro idéntico y siempre agradecido.

domingo, 19 de octubre de 2008

Animales nocturnos

Qué difícil es ser ave nocturna cuando tus alas sólo se activan con un baño de luz. Un baño que rompa la pereza nacida de la quietud, espabile los músculos y los haga moverse.

Y qué raro resulta volar a deshora, cuando tu vehículo no ha podido tomar el calor preciso. Es posible arrancar pero no es sencillo mantener la altura. Tenemos nuestro tempo y también nuestro tiempo, la hora en la que logramos ser.

Voy encontrando seres que buscan su camino en la oscuridad y son capaces de encontrarlo. Al menos una dirección para avanzar. Su energía viene de la sombra. De esa sombra que no existe porque no hay astro que la proyecte. Así es, se alimentan de tal ausencia para buscar lo que todos buscamos.

O tal vez su búsqueda sea diferente. Sea otra.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Personas agradecidas

La abuela tiene la enorme suerte de contar con una gran familia. A la mayoría nos tiene muy cerca del lugar donde no le queda otro remedio que pasar unos cuantos días ya. Vamos por allí, unos y otros, queriendo acompañarla y también que se sienta acompañada. Al menos esa es la intención: estar por si nos necesita, para darle toda nuestra ayuda.

Cuando una persona ya no puede expresar bien lo que le pasa, lo que piensa o lo que siente, es muy difícil saber si se hace todo lo que precisaría o querría en cada momento. Te preguntas si le gusta que le hables, que le cuentes tus cosas, o si preferiría que te quedases calladito y, por tanto, más guapo. Los sentidos lo son todo y si éstos se ausentan no estamos completos. A la abuela le faltan algunos trocitos de ese cuadro de los sentidos. No le va a ser fácil recomponerlo, aunque es capaz de darnos muchas sorpresas.

Estoy seguro de que le encantaría poder agradecer todas las atenciones que está recibiendo en el hospital. Frente a su habitación cuelgan de la pared unas cuantas placas. Son doradas o plateadas, montadas sobre una base de madera oscura. Unas reproducen la forma de esos pergaminos reunidos en legajos que tienen los bordes gastados y rotos por el uso y el paso de los años. Otras quedan enmarcadas por motivos vegetales. Alguna de ellas combina el dorado con la plata. Todas contienen textos grabados en letras mayúsculas, cuadradas y formales, o minúsculas, de trazo adelantado y amable.

En todas las placas alguna persona en solitario, o una familia al completo, dan las gracias en nombre propio o en el del paciente por el trato y cuidados recibidos durante el tiempo que ha permanecido ingresado. Superficies pulidas que reflejan la luz o, tal vez, emiten la que nace de esos mensajes agradecidos.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Colgados de un satélite

Hoy la mayor parte de las conexiones en directo que vemos en televisión provienen del espacio. También muchos centenares de imágenes con las que se elabora un informativo. Las cosas ocurren aquí, se captan aquí, pero se envían allá arriba con un fuerte empujón.

He pasado muchas horas del último tercio de mi vida al pie de un satélite. Podría decir "al pie del cañón", o "a pie de obra" para referirme a parte de las cosas que hago en mi trabajo. Claro que eso sería generalizar, por lo que, para concretar, debo mencionar los satélites.

Hace años a alguien le gastaron una broma pidiéndole que agarrase una cuerda de la que alcanzaron su extremo y se lo entregaron. "Con ella bien sujeta no se te escapará el satélite... ¡ah!, y no te muevas, o perderás la señal". Y así, cogidito de ella con las manos bien apretadas, el pobre entraba en el Club de las Almas Cándidas.

Muchas veces, para recibir algunas imágenes procedentes de cualquier lugar del mundo, no sólo basta con tener una antena y un receptor que traduzca las señales que le llegan del espacio. Con eso sería suficiente, pero hay ocasiones en las que la tarea no resulta tan sencilla. En esos momentos no me importaría ser miembro del citado Club, si todo quedase resuelto manteniéndome agarradito de una cuerda.

Y alzaría la vista para caminar por la soga con mis ojos de funambulista. Tras un largo paseo llegaría a las puertas del satélite al pie del cual me encontraba antes. Miraría hacia abajo y pensaría en la gran diferencia existente entre la perspectiva anterior y la actual. Allá arriba vería ascender el flujo de información transformada en imágenes y sonidos codificados. Todo un planeta enviado al espacio, resumido en unos cuantos segmentos grabados y esparcidos por el aire.

Parte de lo que somos llega allí donde sólo llegan los astronautas, donde a muchos se les ha perdido de todo y donde la basura, lejos de recogerse en contenedores, circula girando en órbita. Colgando de la nada, así flotan estos artefactos destinados a reflejar aquello que se ha lanzado contra ellos. Bailan con los astros y con otros satélites, donde el cielo es de un negro completo y permanente.

Y aquí, sobre la Tierra, nos servimos de ellos para "subir" todo lo que otros querrán "bajar".

martes, 7 de octubre de 2008

La Mejor Juventud

He tenido la suerte de volver a ver La Mejor Juventud, esa miniserie que la RAI produjo en 2003. Fue concebida para emitirse en cuatro capítulos en la televisión italiana, aunque no estoy seguro de si finalmente pudo verse así. Los productores la vieron terminada y decidieron que tenían en sus manos material muy valioso y digno de verse en cines.

Y tanto. Le sobra dignidad para haberse exhibido en todas las salas y desplazar en cartel a muchas de las bazofias americanas que se estrenan cada semana. Finalmente se proyectó como dos películas de tres horas cada una que, por cierto, no resultaban nada largas a pesar de su duración. Y siguen sin aburrir. Al contrario. Son admirables en su fluidez y en la precisión con que cuentan el paso de los últimos cuarenta años de la historia de Italia a través de los avatares de una familia romana.

A pesar de haberse distribuido en dos partes, La Mejor Juventud (La meglio gioventù, de Marco Tullio Giordana) debe considerarse como una sola obra, como un todo. En ella asistimos a las vidas de dos hermanos para quienes unos años de su juventud van a determinar muchos aspectos de su futuro. Les veremos separarse, reunirse y mostrar su calidad y complejidad humana. Las protestas estudiantiles de los sesenta, los asesinatos mafiosos en Sicilia, los atentados de las Brigadas Rojas, la crisis de los noventa y otros acontecimientos puntuales van coloreando este cuadro que la familia Carati llena de alma y calidez.

Un trabajo de interpretación fabuloso, a la par que gozoso y repleto de magnífica sensibilidad. Un total de seis horas durante las que recorremos Italia de punta a punta y saltamos, incluso, hasta la Noruega más septentrional.

lunes, 6 de octubre de 2008

A la cola

Esta tarde, tras aguardar durante una hora en una cola para formalizar su matrícula de la Escuela Oficial de Idiomas, Salvia se pregunta por qué le toca siempre esperar colas eternas, de esas que no avanzan jamás. Es como si con todo el mundo que ha llegado antes que tú invirtiesen un buen rato y a ti, que has ido a hacer el mismo trámite, te despachasen en un pispás. Después de todo el día trabajando sienta fatal ponerse a la cola de los lentos y, para colmo, quedarse sin saber si el mérito de la brevedad del papeleo propio es de uno o del funcionario -que, por otra parte, ya podría haberse dado la misma prisa con los demás-.

Colas para matricularse en un centro de enseñanza, para sacar dinero de un cajero, para hacer la declaración de la renta, para subir al autobús o al avión, incluso para pagar (¡!).

Si compramos en un supermercado de los más económicos deberemos pensar que hacer cola ante la caja es lo que está mandado. Se supone que no debe importarnos esperar un rato si el ahorro va a ser importante. En cambio, no me queda tan claro cuál es la ventaja que uno obtiene por aguardar en una cola similar de un lugar en el que uno está pagando más por cada producto que compra. Precios superiores y... ¿largas colas? No me cuadra. Pero ocurre.

Hace muchos años, cuando no existía este tipo de grandes superficies comerciales, venía bien esperar a que a uno le tocase su turno en la pequeña tienda del barrio. Daba tiempo a pensar qué se iba a pedir al tendero. Ahora, en cambio, tras recorrer todos los pasillos del almacén empujando un carro y tratando de que no se nos vaya para el lado de siempre, cuando llegamos a la caja los deberes ya están más que hechos. La espera acaba siendo sólo eso y el tiempo está perdido de antemano.

Por fortuna sigue habiendo mercados de abastos y podemos hacer la lista de la compra mentalmente mientras esperamos a que el frutero, el carnicero o el pescadero se dirija a nosotros. No me gusta que cuando me llega el turno me pillen distraido, así que en vez de abstraerme pensando en cualquier cosa mientras observo y disfruto de lo que sucede a mi alrededor, ahí me quedo, vigilando que nadie se me cuele y repasando qué es lo que voy a pedir en cuanto me toque. Lo malo es que siempre se me olvida algo. Todavía está por llegar La compra perfecta. Me explico: sin un solo olvido y, por supuesto, sin colas.

miércoles, 1 de octubre de 2008

¡Vamos, Juana!

Abuela, hoy vuelvo a ver que tu bastón sigue descansando apoyado en la pared. Llevabas unos días sin servirte de él durante tus paseos siempre disciplinados, por necesarios y por deseados. Son otra de tus medicinas, quizás la más eficaz entre esos remedios que uno acaba tomando sin saber muy bien para qué sirven.

Ese maldito catarro te ha obligado a reservarte un poco, al menos de puertas afuera. Ya sé que dentro de casa, y también bajo la parra del patio, a ratos has continuado siguiendo las lineas entre las baldosas. A tu pesar has tenido que rebajar un poco tu testarudez andarina.

Mirando bien donde pisas, abuela, así has llegado tan lejos. Y a pesar de que los ojos no se portan muy bien contigo, sigues dándoles todos los cuidados, como si te fuesen fieles como antes y te entregasen el mundo con nitidez. Sigues mimándolos como hasta ahora, segura de que te corresponderán y te sacarán poco a poco de la noche.

Hoy me duele todo el cuerpo, abuela. Tanto que creo que he dormido agarrado con todas mis fuerzas a tu aliento. El mismo que ayer nos daba un hálito de esperanza cuando todo lo que nos llenaba era la angustia.

En casa las cosas siguen en su sitio y las percibo de otra manera, con la carga de energía que dejas en ellas. Tus vestidos, muy cerquita de donde te escribo, doblados uno sobre otro. Me parecen sobrios y distinguidos, quizás porque los imagino vistiéndote o, más bien, vistiéndolos tú a ellos, porque tú les das el aire que ahora les intuyo. Descubro con ternura, pegada a tu almohada, una cadenita con un colgante que hace años te regalé. Una pieza de plata que no había vuelto a ver desde entonces; será que no reparo en esas cosas, -si te parece bien, voy a guardarla en tu cajón, junto al dinero suelto-. Donde los dejaste, también tus pendientes de oro rizado. Y al lado tu reloj, sobre la mesita del salón, cuya esfera dominas como si el mecanismo que oculta fuese el tuyo propio: tu ingenio de vida.

Casi nueve décadas y media. Cuántas edades, abuela. Y de todas ellas guardas montones de recuerdos, tan despiertos que parece que nos contases tus cosas de ayer mismo. Hoy esos ayeres se obligan a ocultarse y no quieren que los atrapes y los compartas. Pero sé que siguen ahí, en esa cabecita prodigiosa capaz de rehacerse con fuerza fenomenal. Sí, ya sé: reservas esa fortaleza para sacarla con orden. Las cosas hay que hacerlas bien, con tu empeño singular.

No quiero volver a temer que tu memoria se diluye y pueda esfumarse todo ese tesoro de nostalgia viva, de risas llenas y lagrimal feliz.

Juana, voy a seguir describiéndote, escribiéndote en presente, durante mucho tiempo. Seguro que mucho más.